ARRANCA LA CAMPAÑA

La campaña electoral ha comenzado. Con tintes de reposición, menos gastos y la mirada de los partidos puesta en los indecisos, la categoría donde las encuestas sitúan a uno de cada tres votantes para agrupar a quienes vacilan ante las distintas opciones y los que aún dudan de si merecerá la pena acudir a su colegio electoral. La abstención constituye mayor enemigo para los partidos que sus adversarios ante un electorado obligado a resignarse con la incapacidad para formar gobierno de unos líderes políticos cuya principal tarea no pasa por socavar el convencimiento de los votantes ajenos, sino convencer a los propios de que el camino hasta las urnas el próximo 26 de junio merecerá la pena esta vez más que la anterior. Con los mismos carteles e idénticos programas, la suma o la merma de votos recaerá más que nunca sobre los hombros de los candidatos. Mariano Rajoy, que ha convertido ‘el Gobierno o la nada’ en su blasón, jugó por necesidad la baza del desgaste y ahora buscará el rédito de esgrimir las certidumbres más incluso que los méritos del Partido Popular. El candidato del PP ofrece la certeza de lo conocido como aval ante una repetición electoral que le ha facilitado acallar los murmullos de sucesión en sus filas.
Pedro Sánchez se esforzará por recordar a los españoles que ninguno tanto como él se ha afanado en alcanzar un acuerdo que evitase esta inédita segunda vuelta. Su pacto con Ciudadanos, aunque insuficiente, le permite argumentar contra la peligrosa frustración de los electores. Su principal objetivo, contradecir las encuestas que sitúan a los socialistas en una tercera posición que le obligaría a someter su liderazgo al refrendo de sus propias filas. Su mayor temor es la esperanza de Pablo Iglesias, que ha limitado al diseño los cambios en su programa electoral y depositado sus expectativas de sumar votos en el acuerdo con IU y su pericia ante los focos. El líder de Podemos ha unido su destino al de Alberto Garzón convencido por los sondeos de encontrarse ante su gran oportunidad de capitalizar el voto de izquierdas.
En cambio, ningún sondeo sitúa a Albert Rivera en ninguna posición que no sea la cuarta. Sin embargo, estaría más que dispuesto a conformarse con ella si deja en sus manos las llaves de la puerta de La Moncloa. Es consciente de que puede ahorrarse el triunfalismo que las siglas exigen a otros para centrarse en convencer a los electores de que el voto a Ciudadanos será bien empleado en una hipotética negociación. Necesitará contrarrestar el discurso del PP, que se esmerará en presentarle como un embaucador de confiados votantes conservadores dispuesto luego a pactar con cualquiera.
Los cuatro se juegan mucho, casi todo, pero no tanto como los asturianos a quienes pedirán su voto en una campaña en la que ni siquiera todos ellos tienen previsto poner sus pies en la región. La previsión de que los resultados no serán muy distintos a los de diciembre ha enfriado el interés de los líderes nacionales por Asturias, más preocupados por demostrar que son capaces de fotografiarse en la cocina de su casa, sentarse en el salón de una familia española cualquiera, recorrer mercados y hasta dejarse entrevistar por niños, al menos siempre que una cámara pueda reflejarlo. Veremos una campaña efectista, por su apelación a lo emocional; tal vez más atrevida, a medida que las encuestas aprieten, y por descontado, polarizada, con el debate entre la nueva y la vieja política postergado de nuevo a la clásica elección entre la derecha y la izquierda, el cambio o la continuidad, con discursos encaminados a achicar el espacio a las opciones ideológicas más próximas. En esta coyuntura, los asuntos de Asturias quedarán, más allá de las referencias obligadas de los líderes nacionales, para los políticos autóctonos, que incluso se han aprobado unas vacaciones parlamentarias con la intención de volcarse en una campaña que en realidad no ha cesado desde diciembre, aunque para la mayoría no exista más estrategia que la de mirar hacia Madrid.