LA EUROPA DE JO COX

Jo Cox había llegado al Parlamento británico hace apenas un año. Hija de una secretaria de escuela y de un trabajador de una fábrica de dentífricos, aseguraba que su vocación política surgió cuando descubrió en Cambridge, donde cursó sus estudios, cuánta importancia tenía aún en su país «dónde has nacido, cómo hablas y a quién conoces». Jo Cox creía en una Europa unida por la libertad, donde el respeto a las diferencias estuviera garantizado por la igualdad de derechos. Defendía la intervención en Siria por motivos humanitarios y destacó en la Cámara de los Comunes por sus convincentes peticiones de ayuda para los refugiados. El pasado jueves, cuando salía de la biblioteca municipal de Birstall, la diputada laborista, de 41 años, fue tiroteada, acuchillada y pisoteada por Tommy Mair, que acabó con su vida mientras proclamaba a gritos «Gran Bretaña primero», el eslogan y nombre del partido ultraderechista que lidera la campaña a favor del ‘Brexit’.
Mientras, en Francia la Eurocopa continuaba bajo el azote de los ultras, que han convertido los accesos a los campos de fútbol en un campo de batalla. Las autoridades francesas han expulsado a los radicales rusos con cuentagotas tal vez para no contrariar en exceso a Rusia en la semana en la que el presidente de la Comisión Europea intentaba un acercamiento con Vladímir Putin, orgulloso de sus paramilitares, que de vuelta a casa aún tuvieron tiempo de apalear a un grupo de españoles en Alemania. En España, los líderes políticos continuaron su campaña sin demasiadas referencias a la suspensión de los actos políticos en Inglaterra en señal de duelo por la muerte de la parlamentaria ni tampoco a una Unión Europea que ha mutado su condición de benefactora por la de adalid del tijeretazo. En este contexto, las autoridades comunitarias se han limitado a paralizar la tramitación de los asuntos que, como la política de asilo, puedan movilizar a los partidarios del ‘no’ en el referéndum que decidirá la futura relación de los británicos con Europa. Los argumentos comunitarios a favor de la permanencia se han limitado a las advertencias sobre los perjuicios económicos derivados de una hipotética renuncia a la alianza europea. La voz de los empresarios y las instituciones financieras se ha escuchado con más claridad que la de los líderes políticos, temerosos de que sus palabras supongan una contraproducente injerencia.
Los tratados de Roma de 1957 sustentaron en la economía la consolidación de la paz entre quienes se habían enfrentado en dos guerras mundiales. El mercado económico común nacido de aquel acuerdo logró que veintidós países se sumaran a los seis fundadores y a una moneda única, pero en casi sesenta años los gobiernos no han logrado que sus ciudadanos sientan Europa como una patria común. La decisión de Gran Bretaña de mantener su propia moneda acuñó el ‘euroescepticismo’ como el término para definir a quienes comenzaban a cuestionarse las ventajas de pertenecer al selecto club de los países ricos del continente. La crisis económica no hizo más que aumentar las dudas. Pero ha sido la limitada capacidad de las autoridades comunitarias para defender los derechos y libertades que ha proclamado durante décadas frente a los intereses particulares de los gobiernos de turno la que ha permitido que en su propio territorio vuelva a escucharse, cada vez más alto, el estremecedor discurso de quienes están dispuestos a imponer lo suyo, ya sea una religión, una raza o una nacionalidad, como lo primero, o más bien lo único. Contra eso luchaba Jo Cox. Por algo mucho más importante que una balanza comercial. Estaba convencida de que «el fascismo se alimenta del miedo». Y del silencio de la mayoría. La tibia respuesta de algunos líderes europeos debería preocuparnos aún más que el ‘Brexit’.