CAMBIO DE ÉPOCA

Mohamed Lahouaiej Bouhlel, un conductor profesional franco-tunecino de 31 años condujo su camión en un sanguinario trayecto de dos kilómetros por un paseo marítimo para asesinar a hombres, mujeres y niños de la ciudad en la que vivía. Padre de tres hijos, la Policía francesa lo consideraba un delincuente común, pero no figuraba en el registro de potenciales terroristas. Había logrado el permiso para manejar vehículos pesados recientemente, afrontaba serias dificultades financieras y sufría numerosos problemas familiares. Sus vecinos le tenían por un hombre poco religioso, mujeriego y aficionado a las juergas nocturnas, lo que había llevado a su esposa a solicitar el divorcio. Un perfil alejado de la presumible vida de un yihadista, tal vez la tapadera perfecta para no levantar sospechas. El Estado Islámico ha reivindicado su masacre como el ataque «de un soldado». Europa ha vuelto a vestirse de luto y a manifestar en las calles su rechazo a la barbarie, una reacción que muchos sienten estéril ante la sucesión de matanzas. El terrorismo siempre pretende la frustración de llevarnos a pensar que la dignidad resulta inútil frente a su impiedad. Los asesinos saben que los muertos de Niza duelen más en los países occidentales, proclives a observar con distanciamiento la cotidiana sangría de Libia, Siria, Irak, Yemen, Somalia o Afganistán. No hace falta entrar en juicios morales; la muerte siempre da más miedo de cerca. A diferencia de quienes buscan excusas para matar, el deseo de vivir no distingue nacionalidades.
Los gobiernos europeos repiten ser conscientes de que se enfrentan a una guerra global, pero su acción conjunta apenas se limita al pésame y las promesas de cooperación policial. Europa, que organizó sus ejércitos para vencer desde el aire, teme enfrentarse en territorio extranjero a la sangría de combatir contra ejércitos irregulares parapetados tras la población civil. Su opinión pública se divide ante la posibilidad de intervenciones militares. Así que golpea desde sus bombarderos en una guerra de desgaste que por momentos solo parece avivar las llamas de la venganza. La policía europea, que se ha preparado durante décadas para desmantelar complejas redes delictivas rastrea impotente la macabra determinación de un enemigo capaz de inmolarse para matar a 84 personas con un camión, un arma que no tuvo mayores dificultades para alquilar. Europa, la tierra prometida para miles de inmigrantes, se ha convertido en un territorio en el que la opulencia de la costa azul convive con guetos en los que el rencor de los sueños truncados es alimentado por el radicalismo religioso y donde los discursos de sus dirigentes se contradicen con la realidad. Más cada día. Europa apela a la unidad mientras el Reino Unido se desgaja, confía sus fronteras al polvorín que es ahora Turquía, reivindica unos valores democráticos entre los que el totalitarismo y la islamofobia encuentran terreno donde enraizar, promete una respuesta común, pero aún no ha decidido qué está dispuesta a compartir, e intenta demostrar su fortaleza cuando sus dudas no hacen más que alimentar su vulnerabilidad.
Pese a todo, la respuesta de la mayoría de los ciudadanos frente a la barbarie ha sido ejemplar. Necesaria, por desgracia, una vez más. Y la de nuestros políticos suena tardía. «Francia va a tener que vivir con el terrorismo, hemos cambiado de época». Las palabras del primer ministro francés han descrito ahora lo que la mayoría opina desde hace años. Hace mucho que llegó esa nueva era a nuestra puerta con las manos manchadas de sangre. Tanto tiempo, que el odio cuenta ya con varias generaciones. Las últimas han crecido en territorio europeo, enmascaradas por nuestra incapacidad para vislumbrar el futuro. La miopía que nos ha llevado a subestimar el peligro no ha hecho más que acrecentarlo. El terrorismo, que espera a sus sicarios con las fauces siempre abiertas, se alimenta tanto de sus perversas mentiras como de nuestros errores.