VISTO PARA SENTENCIA

El ‘caso Renedo’ ha quedado visto para sentencia. Cinco años de instrucción y cuatro meses de vista oral ha necesitado la justicia para que los magistrados de la Audiencia Provincial puedan emitir un veredicto sobre el mayor escándalo de corrupción descubierto en Asturias. Los acusados han cerrado las últimas sesiones con los mismos argumentos que utilizaron para iniciar su defensa en abril. Los empresarios han tratado de presentarse como víctimas de una administración inmisericorde en la que los agasajos a políticos y empleados públicos se habían convertido en el único camino posible hacia los contratos. Marta Renedo, la funcionaria de costosos gustos y frágiles principios, admite parte de los delitos, pero mantiene que la mayoría de las irregularidades que cometió fueron ordenadas por sus jefes, a los que acusa de destruir pruebas. María Jesús Otero se siente el «garbanzo negro» a quien el Partido Socialista quiere inmolar. Reconoce que prevaricó, pero no que malversara fondos. Su defensa se sustenta en que sus actividades ilícitas fueron auspiciadas y supervisadas por José Luis Iglesias Riopedre. Y el exconsejero de Educación, el alto cargo más importante que se ha sentado en el banquillo de los acusados, se limita a asumir la «imprudencia» de haber solicitado a los empresarios encargos para su hijo, pero sostiene que no se llevó «ni un euro».
Entre sus primeras declaraciones desde el banquillo y su último intento por lograr la absolución o al menos la reducción de una posible pena, han transcurrido diecisiete semanas. Tiempo suficiente para llamar a decenas de testigos, repasar miles de documentos y, sobre todo, escuchar las turbadoras grabaciones de las llamadas telefónicas recogidas por los investigadores. La naturalidad con la que se ofrecían regalos y se repartían prebendas desde el móvil da mucho que pensar, aunque los magistrados deberán sustentar su sentencia en los hechos probados y no en la casi inevitable conclusión moral que se deriva de oír a un consejero demandar a un empresario «sondeos bien pagados» para su retoño.
Al margen del fallo judicial y de los recursos venideros, el ‘caso Renedo’ también permite alguna lectura positiva. Entre ellas, la postura última del Gobierno regional. Personado como acusación, pareció llegar tarde al proceso. Presentó, una vez ya iniciado el juicio, un informe en el que se detallaban decenas de irregularidades en la compra de material para los colegios, como si cinco años de instrucción se le hubieran quedado cortos para echar cuentas. La actitud de la Administración autonómica al inicio de las investigaciones había alentado en los acusados la esperanza de una negociación. Buena parte de los imputados estaban dispuestos a pagar sus culpas a través de una indemnización al erario público. Pocos días antes del juicio aún confiaban en que los teléfonos del Principado fueran descolgados para dar luz verde a un posible acuerdo que les hubiera librado de cinco meses de incómodo banquillo y tal vez incluso de una pena de prisión. Ese camino, aunque legal, habría hurtado a los asturianos el derecho a conocer la verdad y de la agradable sensación, sí, ¿por qué no decirlo?, de que la justicia es realmente igual para todos. El Ejecutivo, por convicción o necesidad política, ha optado por mantener su acusación y solicitar las mismas penas que la Fiscalía: 57 años de prisión para siete de los procesados. La letrada del Principado, Isabel Gómez, reclamó una sentencia «condenatoria y dura» para los acusados, incluido quien fuera consejero del mismo partido que ahora gobierna Asturias, para quien pide diez años y medio de cárcel.
Al menos, el listón de la exigencia democrática del Gobierno para lo que pueda venir ha quedado a la altura suficiente para que los potenciales corruptos se lo piensen dos veces antes de saltarlo y también para que podamos pensar que, como corresponde, los jueces tendrán la última palabra. La dirán dentro de unos meses, en enero a más tardar, seis años después de que al investigar los chanchullos de una funcionaria, una jueza sospechara que parte del dinero destinado a la educación de nuestros hijos terminaba en los bolsillos de los hijos de otros.