PREVISIBLE Y ESPERPÉNTICO

La segunda votación de investidura lapidó un intento de formar gobierno que los políticos españoles asumieron como un trámite tan previsible que la fecha de las terceras elecciones era el principal asunto de conversación en los pasillos del Congreso. La evidente inutilidad del debate que antecedió al recuento solo necesitó algunas dosis de sarcasmo y el entusiasmo de los respectivos acólitos para acariciar el sainete. El fracaso resultaba tan pronosticable que algunos analistas se entretuvieron en vaticinar el atuendo de los líderes de los principales partidos, en lo que tampoco tuvieron excesivos problemas para acertar. Como se auguraba, Mariano Rajoy abrió la sesión desde la tribuna de oradores con una corbata de tonos azules y blancos, sus favoritos, parece ser, en los días importantes. Desde el estrado defendió la necesidad de un gobierno «con el que todos puedan saber a qué atenerse». Tal vez poco más cabía esperar de un candidato sin mayoría suficiente, que leyó su discurso tan seguro de la inevitable derrota que incluso quienes habían comprometido su voto favorable le afearon «la falta de ganas». En los días siguientes, el candidato esgrimió oficio parlamentario y cierta socarronería para afrontar el predecible y reiterado ‘no’ de Pedro Sánchez, el socialista convencido de que las campañas electorales corren a su favor y de que aún puede tentar una alianza hasta ahora imposible. Pablo Iglesias limita su estrategia a mantener su apelación a un pacto de izquierdas, a la expectativa de que el vértigo y las disputas del PSOE ante unos nuevos comicios le devuelvan protagonismo. Y Albert Rivera, que en menos de un año ha firmado dos insuficientes pactos de investidura con el deseo de demostrar al electorado que su partido se ha esforzado más que ninguno, promete no cejar en su empeño. Todos sin más alternativas hasta el momento que reclamar las soluciones a sus adversarios y la esperanza de que las elecciones en Galicia y el País Vasco del 25 de septiembre desbrocen su camino.
El debate ha acrecentado en los españoles la irritación que les lleva a reclamar la necesidad de un gobierno y el lamento de que los políticos no cobren por objetivos, dos opiniones que cualquier parlamentario podrá escuchar a poco que salga de la burbuja de las Cortes y ponga un pie en la calle, donde los empresarios aguardan mejores perspectivas para llevar a cabo sus proyectos, las administraciones regionales y locales se mantienen al ritmo de lo estrictamente imprescindible y los ciudadanos no pueden permitirse ningún egoísmo más allá de su sueldo. Cuando en Madrid se votaba para dar formalidad a lo esperado, a las puertas del Parlamento asturiano los trabajadores de Astur Leonesa se manifestaban en su intento por evitar que la mina de Degaña de la que viven sus familias quede anegada por el agua y condenada al cierre. Su futuro depende en gran medida de un ministerio en funciones, el de Economía, que gestiona de forma provisional los asuntos ordinarios de Industria, cuyo ministro dimitió hace cinco meses. Mientras los mineros protestaban por su desalojo del Parlamento asturiano, la estadística oficial alertaba de que España había perdido 236.000 empleos en un solo día, el último de agosto. La alegría del empleo queda para lo que antes eran vacaciones. La plantilla del pozo Cerredo sabe que cada jornada de inactividad aumenta la probabilidad de ver su nombre en las listas del paro. Cada día socava sus esperanzas. Cualquiera de ellos podría explicar a los políticos el valor de un tiempo que parecen dispuestos a perder hasta los próximos comicios si las circunstancias no se encargan de solucionar sus problemas. A los ciudadanos, sin humor para completar el esperpento con un aplauso, solo les queda la paciencia y si no hay más remedio, el voto.