Antes que a la lógica, los políticos españoles responden a la ley de la inercia, un principio por el que tienden a permanecer en estado de reposo o en actividad aparente hasta que las circunstancias les favorezcan o de forma inevitable les empujen a moverse para salvar su cargo. Mariano Rajoy aguardó inmóvil y en silencio a que Rita Barberá eligiera la salida más conveniente tras su imputación. La senadora tomó a casi empellones la puerta del Grupo Mixto, con un sueldo de casi siete mil euros mensuales que le garantizan un buen abogado defensor y las ventajas del aforamiento. Solo cuando el silencio se hizo tan incómodo como para amenazar en convertirse en complicidad, el líder del PP habló. En tercera persona, como si levantara un acta de defunción, constató que la exalcaldesa de Valencia ha abandonado el PP y por lo tanto su antiguo partido carece de autoridad sobre ella. Y a otra cosa, que no es más que contar los días que faltan para las terceras elecciones al menos que el PSOE las impida.
Pedro Sánchez no está por la labor. Pese al aparente trajín de la campaña en Galicia y el País Vasco, el secretario general de los socialistas continúa tan quieto como su rival. Por mucho que los barones invoquen su derecho a decir lo que piensan y su ejecutiva se líe «a gorrazos» con ellos, que diría Guillermo Fernández Vara, al candidato del PSOE le basta el ‘no es no’ como eslogan y el paso de las semanas para que la convocatoria electoral le garantice una oportunidad que buena parte de su comité federal preferiría ahorrarse. Ahora que ha encontrado un punto de equilibro en la cuerda floja del camino hacia la Moncloa, tampoco él piensa menearse demasiado.
A España no le queda otra que esperar también, harta y en funciones, a que la realidad haga imposible el camuflaje. Los partidos no se organizan para forjar hombres de Estado, sino para ganar elecciones. Mientras los protagonistas otean el horizonte con la esperanza de que a su rival lo fulmine un rayo, el guión de las directrices del partido establece dos alternativas para los secundarios: hacer mutis por el foro o disimular lo mejor que sepan, la opción más digna ante la opinión pública para los cargos electos. Solo en esa obligada pose preelectoral de nadar y guardar la ropa se entiende que los políticos asturianos hayan discutido durante meses las posibles alianzas presupuestarias sin entrar en mayores honduras que la posibilidad de establecer impuestos para las bebidas con gas. El PSOE asturiano ha lamentado en reiteradas ocasiones la dificultad de elaborar unas cuentas sin que el Gobierno central concrete los fondos que la región recibirá el próximo año. Los socialistas no han dejado de repetir su deseo de negociar un acuerdo con Podemos e IU para que el presupuesto responda a la mayoría parlamentaria de izquierdas. El partido de Emilio León ha contestado tantas veces como le han preguntado que su apoyo está condicionado a un cambio de política por parte del Ejecutivo de Javier Fernández. El PP asturiano asegura estar dispuesto a aprobar el presupuesto si el Gobierno acepta sus propuestas fiscales, entre ellas, la supresión del impuesto de sucesiones. Tantas ocasiones como ha podido lanzar su oferta Mercedes Fernández ha tenido luego para afear al PSOE su silencio. A Foro, Ciudadanos e Izquierda Unida la imposibilidad de resultar decisivos en solitario les permite criticar a diestra y siniestra la incapacidad de los partidos con mayor representación en la Junta para superar el más de lo mismo. Los parlamentarios asturianos llevan dos meses en el bucle de un debate reiterativo, pero con la vista puesta, sin distracciones, en la política nacional, cuya parálisis también les sirve de coartada para que las buenas intenciones se queden para engordar los libros de sesiones del Parlamento asturiano.
La realidad de Asturias mantiene su propia dinámica, que la obliga a caminar por detrás de las regiones con mayores recursos hacia un horizonte de incierta recuperación. El presupuesto, aunque dependiente en gran medida de las aportaciones estatales, es el escaso margen de maniobra de la política regional para acelerar el paso de una autonomía lastrada por el envejecimiento de su población, el crecimiento de la deuda pública y la complicada transformación de su economía. Sin embargo, la inercia de la política asturiana parece dispuesta a mantenerse en la parsimonia de una prórroga que todos los partidos consideran indeseable y casi nada hacen por evitar.