La naturalidad con la que Francisco Correa relató ante el juez su conversión de modélico directivo en adinerado comisionista, su perversa presentación de la mordida como una práctica habitual provocan más tristeza que asombro. «De bien nacidos es ser agradecidos», declaró con el aplomo de quien aún aspira a la honorabilidad del delincuente cabal, dispuesto a pagar en la cárcel la vergüenza de haber sido atrapado, pero no la deshonra de actuar contra las normas de su calaña. Por eso, su forzada confesión mueve a la lástima. No hacia el personaje en sí, sino por lo que su testimonio refleja de una sociedad que le ha permitido creer que lo único que debe reprocharse son los errores que descubrieron sus tejemanejes. Alrededor de la política y los negocios pululan individuos como Correa. Hombres de éxito, admirados, aceptados en los círculos más selectos y capaces de cualquier cosa con tal de acrecentar su patrimonio. Son tipos que nunca se presentarán a unas elecciones, pero que medran alrededor de quienes tienen en sus manos el dinero público. Con todo, estos sujetos no son los peores, sino quienes han creado el ecosistema en el que prosperan con tanta robustez que parecen inevitables. Sus palabras reivindican una España para los listos, en la que el pillaje se da por descontado y el honesto es tachado de torpe, en la que una buena mentira vale más que una gran idea si produce los mismos beneficios y donde los defraudadores se sienten justicieros. Desde luego, muchos ciudadanos no estarían tan cabreados si no lo hubieran visto así y pensaran, una vez más, que los creen idiotas.
El azar quiso que la declaración del presunto cerebro de la trama ‘Gürtel’ coincidiera en el tiempo con el ingreso en el hospital de José Ángel Fernández Villa, para quien el tribunal que debe juzgarle ha pedido una prueba neurológica con el fin de establecer si está en condiciones de testificar sobre el origen de su fortuna. Es probable que el exlíder del SOMA, si su delicada salud se lo permite, sufra similares remordimientos que Francisco Correa. También que albergue los mismos sentimientos: la vergüenza de no haber sido lo bastante inteligente para eludir a los investigadores, la afrenta de sentirse traicionado por quienes le hicieron creerse invulnerable y la humillación de resultar rechazado por los que antes le halagaban. Me atrevo a pensarlo porque como en otros casos de notables corruptos que les han precedido, ninguno de los dos ha expresado a los ciudadanos cuya confianza han malversado más disculpas que las aconsejadas por sus abogados defensores. Aunque vivan en un país obligado a congelar las incorporaciones al servicio público, cuyos profesores interinos se ven forzados a pleitear una carrera profesional, en el que el coste de la sanidad se mantiene en entredicho, que teme por el futuro de sus pensiones y en el que muchos jóvenes reciben su legado como un timo. A los corruptos poco les importa todo eso. Ellos no acostumbran a pedir perdón porque creen sus acciones más que justificadas. Están convencidos de que otros ocuparán su lugar para hacer lo mismo y, gracias a sus tropiezos, tal vez con mejor fortuna. Con ese credo no terminarán las sentencias de los jueces. Tampoco la pobre justificación esgrimida por algunos políticos de que los encarcelamientos prueban la intransigencia frente a los delincuentes, ni la demagogia que otros repiten con cada detención para amortizar el desgaste del adversario, ni el abuso de la vía judicial como una demostración de rigurosa persecución de los mangantes. Combatir la corrupción resultará mucho más trabajoso de lo que buena parte de nuestra clase política intenta hacernos ver. Antes, los partidos tendrán que asumir que es tan factible como necesario. Y luego, legislar para protegernos, no para contentarnos.