La entrega de los Premios Princesa de Asturias reunió en el Teatro Campoamor a los dos hombres de quienes depende que España tenga un gobierno en los próximos días. Albert Rivera, que ha pactado su apoyo al PP, y Javier Fernández, quien realmente decidirá la investidura de Mariano Rajoy, aunque sea a través de una abstención asumida ya como la única decisión razonable para un PSOE que tras las elecciones de junio parecía empeñado en caminar en círculos. Ante ellos, frente a la presidenta del Congreso y con la representación de un ejecutivo ya casi sin funciones, el Rey pronunció un discurso del que se ha destacado la evidente ausencia de alusiones explícitas a la actual situación política. Felipe VI ensalzó la cultura que «enriquece la convivencia» y apeló a una España «alejada del pesimismo, el desencanto y el desaliento». Un país en el que «nadie pueda sentirse solo en el dolor o la adversidad», la nación de «brazos abiertos» que deseó Unamuno. Un discurso sin emplazamientos a los políticos que han necesitado dos convocatorias electorales ni a los que aún pretenden una tercera. Sin citar a quienes hurgan en una herida territorial que amenaza con gangrenarse ni recriminar los egoísmos partidistas y personales que han llevado a los ciudadanos de la ilusión al desengaño y la desazón. Y tal vez por ello, con su discurso el Rey ha promulgado un nuevo tiempo en el que los partidos deberían salir de la comodidad de los terrenos acotados al camino por el que transitan los ciudadanos a quienes piden sus votos.
La sesión de investidura aspira a poner fin a una interinidad que amenazaba con atrofiar la vitalidad de un país que aún intenta recuperar sus pulsaciones, pero no será más que el comienzo de una legislatura de incierta duración. En la que Mariano Rajoy afronta la necesidad de negociar alianzas a la que no está acostumbrado mientras reforma un partido carcomido por los casos de corrupción y en el que solo la prioridad de su reelección como presidente ha aplazado la toma de posiciones de sus delfines, reconocidos o no. Javier Fernández no lo tendrá más fácil. Suya será la tarea de reconstruir un PSOE dividido por un debate más demagógico que realista entre la razón y el sentimiento. No es la primera cura que los socialistas han necesitado desde que la llegada al poder de Felipe González consagró su proyecto como la alternativa de gobierno de izquierdas, pero hasta ahora sus dolencias nunca habían sido tan graves. Por el momento, Javier Fernández intenta ganar el tiempo que requiere un tratamiento prolongado. Sin embargo, ninguna de las dos grandes fuerzas políticas puede acomodarse en la inmovilidad que facilitaba la certeza de la alternancia en el poder. También para los nuevos partidos, ya sin la coartada de serlo, comienza una etapa diferente. En la que los ciudadanos tienen la posibilidad de confrontar sus promesas con la confianza que les han entregado en las urnas y en la que la crítica a quienes ocupan las instituciones son una opción, pero no la única.
En este contexto del que no habló, el Rey reivindicó que la cultura inspire nuestra libertad. «Un pueblo que quiera, respete y ampare la cultura nunca le temerá al futuro» proclamó en Oviedo. Cierto. La cultura tiene la virtud de encontrar horizontes sin renunciar al acervo que le permite reconocerlos. Hacia ellos deberían dirigir sus ojos los políticos españoles en lugar de refugiarse en la que incluso con jactancia han llamado cultura de partido y que en la mayor parte de ocasiones no ha dejado de ser una excusa para mirar hacia otro lado.