España tiene Gobierno, al fin. El que cabía esperar por mucho que alguno confundiera sus deseos con la dialéctica de Mariano Rajoy. El nuevo Ejecutivo responde a la lógica de lo predecible en la que el presidente, que en política ha sido casi todo menos revolucionario, ha fundamentado su carrera. Incluso había expresado sus propósitos en el discurso de investidura. El líder del PP proclamó que España necesitaba un Gobierno no solo con urgencia, sino también «previsible». Con la elección de sus ministros ha cumplido su declaración de intenciones. El núcleo duro del gabinete con el que aspira a consolidar la pretendida recuperación continuará con las mismas carteras en sus manos, aunque con algún cambio de papeles. Soraya Sáenz de Santamaría, Luis de Guindos, Cristóbal Montoro y Fátima Báñez tienen clara su principal tarea: mejorar el depauperado nivel de vida de los españoles. Un objetivo tan fácil de señalar como difícil de conseguir. Así que la principal crítica al nuevo Consejo de Ministros ha sido su carácter continuista. Probablemente, Rajoy la asuma incluso con agrado. Los cambios han llegado con la aplicación del manual de estilo del PP, que aconseja prescindir siempre de los ministros más impopulares, integrar las distintas sensibilidades unciendo ambiciones y aprovechar la etapa en el poder para cimentar los futuros liderazgos con la selección natural que conlleva el riesgo de tomar decisiones.
El primer mandato de Rajoy a sus ministros ha sido el de «dialogar y pactar mucho», justo lo que el presidente de la gestora socialista, Javier Fernández, teme que no ocurra. No solo él. Toda la oposición ve con desconfianza un Ejecutivo que considera «muy de partido». En realidad, no dista mucho de lo que la izquierda esperaba, por más que haya encontrado en ello el principal argumento para sus críticas. El hecho es que si el PP desea una legislatura de cierta duración no le quedará más remedio que abandonar el fortín construido con una mayoría de la que ahora carece y salir a explorar el siempre intrincado territorio de los acuerdos. Los tiempos por venir no son para ministros enrocados en la gracia de la audiencia, sino para políticos dispuestos a escuchar incluso antes de mandar sus leyes al Parlamento. Suya será la principal responsabilidad de que el tren de la recuperación no choque contra el muro de la oposición, aunque también conviene recordar que la negociación necesita un interlocutor dispuesto para no resultar baldía.
El cambio de talante necesario para el imprevisible y complejo ciclo con el que deberán bregar los nuevos ministros debería notarse además en la relación con las autonomías que, como Asturias, han visto estancadas sus expectativas primero por la crisis y después por la parálisis institucional de una Administración parapetada en unas funciones de mínimos. En su disposición para afrontar lo mucho que cabe hacer en colaboración con las administraciones regionales y locales pueden encontrar los ministros buena parte del respaldo que necesitan para sus proyectos. Por ello, será bueno que salgan de Madrid con más frecuencia de lo que la mayoría acostumbraban en la pasada legislatura. Algunos tan poco, que recién llegado al Ministerio de Fomento, Íñigo de la Serna ya puede presumir de haber visitado más el Principado por su responsabilidad como alcalde de Santander y presidente de la Federación Española de Municipios que buena parte de sus compañeros de gabinete en los últimos cuatro años. Pero llegan nuevos tiempos. Al menos, eso cabe desear.