Otro, en el lugar de Carlos López-Otín, habría cogido la puerta con su maleta, su prestigio y su equipo. Ni siquiera tendría que buscar un sitio adónde ir. Podría sentarse y no necesitaría esperar mucho tiempo para que los principales centros de investigación del mundo le ofrecieran un proyecto con más recursos económicos de los que ha tenido en tres décadas de trabajo en la Universidad de Oviedo. El catedrático de Bioquímica y Biología Molecular ha sufrido en los últimos tiempos la desazón de ver amenazado el futuro de su laboratorio. Sus investigaciones han cambiado las perspectivas de la ciencia, pero no le han permitido mantenerse al margen de las estrecheces que los ajustes han impuesto a los científicos españoles. Se ha quedado porque es «muy fan» de su universidad, se siente responsable de sus colaboradores y, sobre todo, porque su compromiso con la región en la que han crecido sus hijos le lleva a creer que «para Asturias no todo está perdido». Si hubiera decidido irse, ¿quién podría reprocharle una decisión por la que incluso se ha ensalzado a otros? Durante treinta años ha entregado a la investigación española mucho más de lo que ha recibido. Tal vez su marcha le hubiera granjeado incluso mayor admiración. En todo caso, la vida para él habría resultado mucho más sencilla que el estajanovismo que se ha exigido para traer a la Universidad de Oviedo los fondos que se disputan los principales centros de investigación de Europa. 2.400 proyectos han concurrido a las ayudas del Consejo Europeo de Investigación. Solo 231 han logrado su objetivo, la élite científica mundial. Entre ellos, el presentado por López-Otín para estudiar los mecanismos moleculares del envejecimiento. El investigador y su equipo dispondrán de 2,5 millones para continuar sus trabajos. A sus colaboradores, «acostumbrados a la austeridad», les parece «muchísimo». Su objetivo es la búsqueda de «una longevidad saludable», un camino en el que pretenden encontrar las claves para luchar contra el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y las neurodegenerativas. Hace no tanto, estas ambiciones hubieran parecido una ensoñación. Ahora, alimentan nuestra esperanza.
Llevará años alcanzar el conocimiento al que aspira el proyecto de una de las pocas mentes capaces de trazar el boceto del ser humano del próximo siglo. Las reflexiones a las que nos invita su proeza no deberían llevarnos tanto tiempo. La investigación ha demostrado que es capaz por sí misma de lograr recursos y generar riqueza, de ofrecer una alternativa a la emigración del talento formado en nuestras universidades y de garantizar el anclaje al territorio de las empresas de alto nivel tecnológico. Les resultará difícil encontrar en cualquier partido a un político que no comparta estos argumentos. Sin embargo, en demasiadas ocasiones se ha valorado a la investigación por lo que cuesta y no por lo que aporta. A los investigadores de alto nivel no les ha faltado quien les ensalce, pero sí quien les apoye. La proclamada confianza en la ciencia para transformar la economía no se ha reflejado en los presupuestos. España ha sido el país europeo que más recortó los fondos para investigación y desarrollo durante la crisis. Los resultados de gastar el dinero público en otras muchas cosas se aprecian de inmediato, la inversión en conocimiento exige paciencia y convicción. Dos virtudes difíciles de conjugar con las urgencias de los políticos. Al presentar un proyecto que sitúa a Asturias en la élite mundial de la ciencia, Carlos López-Otín se atrevió a proponer «invertir en bancos de conocimiento más que en los otros». Seguro muchos aplauden su opinión. Otra cuestión es que le hagan caso, aunque no vendría mal.