Pablo Iglesias ha demostrado una vez más su extraordinaria capacidad para atraer hacia sí los focos del corral de comedias que los partidos llaman escenario político. Mientras el PP buscaba la manera de vadear el cenagal de la corrupción y los socialistas andaban atareados recogiendo avales, Podemos anunció con redoble de tambores una moción de censura como la solución a «una cuestión de emergencia nacional». El partido de Iglesias justifica el momento elegido por la imperiosa necesidad de frenar «la avalancha de saqueo y corrupción» del Gobierno de Mariano Rajoy. Los argumentos se los ha dado un político que durante veinte años vivió del dinero de los contribuyentes en altos cargos de la Administración y ahora como recluso de Soto del Real. La trama de corrupción que la Guardia Civil atribuye a Ignacio González justifica todas las iniciativas que los partidos sean capaces de llevar a cabo para terminar de una vez con el coladero legal que durante años ha permitido a quizás no tantos, pero desde luego demasiados, hacer de la política una actividad mafiosa.
Otra cuestión es cuánto contribuirá la iniciativa de Pablo Iglesias a solucionar este asunto. La moción, que muchos en el Congreso aún no tienen claro si es contra Rajoy o contra el PSOE, ha sido lanzada sin negociar los posibles apoyos parlamentarios ni concretar el necesario candidato a la Presidencia. Hasta el momento, su único respaldo son los 71 diputados del partido que ha decidido presentarla. La dirección interina de los socialistas no ve en ella más que un intento de torpedear la elección de su secretario general y de mostrarles, una vez más, como los aliados de una derecha irremediablemente corrupta. Así que sus principales líderes se han apresurado a descalificar la propuesta y recordarle a Podemos que se podría haber ahorrado la moción si hubiese apoyado a su candidato en la investidura. Ni siquiera en Izquierda Unida, su aliado electoral, la apresurada moción ha convencido a todos. Gaspar Llamazares cree que utilizar un mecanismo parlamentario concebido para derribar a un presidente como «un termómetro para ver quién está en connivencia con el PP» terminará por dividir aún más a la izquierda. Y paradójicamente, los más satisfechos de que intenten censurar a su presidente parecen los diputados del PP. La posibilidad de transformar la moción en un refrendo puede suponer un balón de oxígeno para un Ejecutivo al que le cuesta sumar los votos necesarios para aprobar el presupuesto. «Los que querían asaltar los cielos han pasado a ser un brindis al sol». La valoración del portavoz del Gobierno, Íñigo Méndez de Vigo, refleja la confianza de su partido en que la ofensiva de Podemos para tomar la Moncloa quedará reducida a un ondear de banderas. Así que a los populares solo les ha faltado darle las gracias a Pablo Iglesias por ofrecerle a Rajoy la oportunidad de decir en el Congreso que una izquierda ocupada en acuchillarse mal puede suponer una alternativa.
La iniciativa de Podemos no carece de legitimidad. Más de cinco millones de votantes dieron su confianza a Pablo Iglesias en las últimas elecciones generales para representarles en el Congreso y utilizar los mecanismos que la Constitución pone a su alcance para llevar a cabo su programa. Entre ellos la moción de censura, la posibilidad que todos los países democráticos aplican como solución a la parálisis política, el bloqueo parlamentario, la ineptitud de sus gobernantes, los escándalos o simplemente la necesidad de unas nuevas elecciones. Con ella se garantiza a los ciudadanos la certeza de que la democracia ofrece alternativas al suplicio de lo insostenible. Por eso, conviene no degradarla a una mera excusa para el vocerío parlamentario. Lo peor que se puede perder en una moción de censura es la confianza de los ciudadanos en ella. En este caso, el resultado está por ver.