Podría haberse ahorrado completar la explicación. En la frecuente hipocresía partidista, a nadie le habría sorprendido que Javier Fernández se hubiese parapetado en su prolongado mandato y en su deseo de abrir paso a una nueva etapa como únicos argumentos para no optar a la reelección. Un par de tópicos suficientes para recibir el aplauso de sus incondicionales, pero lejos de la altura política del secretario general que durante diecisiete años evitó con pulso firme las disputas internas en el socialismo asturiano. Dijo sí, que su decisión estaba tomada antes de las primarias, pero reconoció que la victoria de Pedro Sánchez «la ratificó». Su experiencia, que le llevó a intuir el triunfo del ‘sanchismo’ frente a una candidata que limitó su campaña a recorrer la Península bajo el palio de los barones, le alcanza de sobra para evitar el error de aferrarse al cargo frente a la opinión de la militancia. Sus propios partidarios presentaron las primarias en Asturias como un plebiscito del respaldo con el que aún contaba. Visto el resultado, Javier Fernández no ha querido refugiarse en la excusa de que no era su continuidad lo que se decidía. Se reconoce entre los perdedores y ha asumido su responsabilidad. Una decisión que le evita aparecer como un escollo y le permite demandar a quien ha ganado la «sintonía» necesaria para gobernar «sin interferencias». Situándose al margen de la batalla por la Secretaría General, no solo intenta ahorrarse una nueva derrota de la que incluso quienes le apoyan están casi convencidos, sino salvaguardar su Gobierno de un pulso en el que los socialistas asturianos necesitarán mucha generosidad y altura de miras para no caer en la tentación de cobrarse las afrentas infligidas durante una campaña en la que muchos, aunque en público dijesen lo contrario, se prometieron no dar cuartelillo al derrotado.
De la capacidad del PSOE asturiano para encontrar un líder que restañe las heridas y recupere la unidad dependerá mucho la acción de un Gobierno en minoría cuyos aciertos y errores serán el principal bagaje de los socialistas en la próxima campaña electoral. El Ejecutivo no lo tendrá fácil en un Parlamento donde todos están dispuestos a aprovechar su debilidad para sacar rédito. Al menos, en el Consejo de Gobierno sí parece garantizada la unanimidad tras la marcha del único consejero que no apoyó a Susana Díaz. Hace tiempo que Francisco Blanco tenía razones para sentirse de prestado en su despacho de la Consejería de Industria. La evidente crítica que supuso su alusión a ‘Julio César’ tras el derrocamiento de Pedro Sánchez hizo que el debate sobre su continuidad se centrase en la fecha. Tampoco él se sentía cómodo obligado a aceptar decisiones, políticas y presupuestos que no compartía. Tan evidentes fueron sus discrepancias en determinados casos, que algunos de sus compañeros recibieron su dimisión con alivio y el portavoz socialista en el Parlamento, Fernando Lastra, llegó aún más lejos que él mismo al dar por acabada su carrera política, aunque luego matizó sus palabras. Dos días después, ambos se sentaban juntos en la reunión de la Ejecutiva regional del PSOE en la que Javier Fernández abría la puerta a un nuevo liderazgo. El PSOE se divide ahora en Asturias entre los que esperan para entrar en la sede de la FSA, quienes buscan la manera de evitar el desalojo y algún otro que intenta recomponer su figura tras equivocar su apuesta. Con todo ello deberá lidiar la persona de quien Javier Fernández espera que «consiga la concordia» en un partido fracturado. Una tarea similar a la que él mismo tuvo que afrontar cuando llegó a la Secretaría General, pero que tendrá para su sucesor dificultades añadidas, con la irrupción de nuevas siglas y maneras de hacer política que amenazan la hegemonía de las siglas que gobiernan en el Principado y en la mayor parte de los concejos. Del acierto de los socialistas asturianos en encontrar ese nuevo liderazgo, dependerá el futuro de su partido. Y también, en la medida de la confianza que les entreguen las urnas, el de Asturias.