Siete años y siete meses se hizo esperar la sentencia del ‘caso Renedo’. La denuncia de una mujer, atónita tras descubrir que una alta funcionaria regional había usurpado su identidad para desviar a su cuenta ayudas del Principado, llevó a la Policía y a una jueza a tirar de un hilo en cuyo extremo se encontraron a la cúpula de Educación compinchada con dos de las principales empresas suministradoras de la consejería para enriquecerse a costa del dinero de los asturianos. No ha sido el primer asunto de corrupción juzgado en Asturias. Antes, otros funcionarios y políticos fueron condenados. Pero nunca una investigación había terminado con 43 imputados, ocho condenas, unas penas que suman 40 años de cárcel y 6,7 millones de multa. Nunca los reos habían ocupado tan altas responsabilidades en la Administración ni habían llegado a condicionar el funcionamiento de una de las consejerías con mayor presupuesto para hacer compatible la gestión ordinaria con el cotidiano lucro personal. Las empresas financiaban a los altos cargos viajes, coches y hasta obras particulares. A cambio se llevaban la mayor parte de los contratos, algunos ficticios. El consejero José Luis Iglesias Riopedre pedía a los empresarios que contratasen los estudios geológicos a su hijo. Unos costosos sondeos para las arcas públicas que aseguraban a los benefactores la prioridad en las adjudicaciones. En esa tesitura, la ‘número dos’ de la consejería, María Jesús Otero, disfrutaba del privilegio de conocer los apaños que imponían el silencio a su jefe y el poder suficiente para conseguir, según recoge un informe policial, que las principales empresas abastecedoras de equipamiento para los colegios asturianos costeasen por anticipado sus gastos en joyerías.
El Gobierno asturiano cuantifica en «al menos cinco millones» el dinero que pasó de las arcas públicas a los bolsillos de los ahora penados. Acostumbrados nuestros oídos a las escandalosas cifras de los grandes casos de malversación en España aún habrá quien se encargue de buscar la benevolente comparación con los grandes corruptos ibéricos. Por muy misericordioso que se pretenda ser, la cuantía resulta demasiado indecente para pensar que lo ocurrido se redujo a un momento de debilidad personal. Hace falta un proceso sistemático para sisar esta cantidad de euros en contratos de obras menores, todo un entramado que terminó por condicionar la compra de muchas de las mesas y sillas en las que se sientan los escolares asturianos. Las penas impuestas por la Audiencia Provincial así lo refrendan además.
Si algo ha demostrado la investigación fue la ineficacia de la Administración para detectar la corrupción en su seno. De no haber sido por la torpeza de Marta Renedo de falsificar la firma de su jefe, lo que llevó a sus superiores en el Principado a presentar una denuncia y a los jueces a autorizar escuchas telefónicas, José Luis Iglesias Riopedre y María Jesús Otero estarían disfrutando de una apacible jubilación. La detención del exconsejero y su mano derecha terminó con la sensación de invulnerabilidad de los altos cargos, fortaleció el rigor en los controles y devolvió protagonismo a los funcionarios encargados de velar por la legalidad. Su condena deja claro que la justicia asturiana no titubea al repartir años de cárcel ante unos delitos que antes la sociedad parecía considerar menores y ahora intolerables.
Sin embargo, la resolución judicial no termina con la indignación de los ciudadanos. En primer lugar, porque a la mayoría les cuesta creer que los convictos ingresen en prisión y menos aún que devuelvan el dinero sustraído. Aunque también debería preocuparnos la situación de una justicia que ha tardado casi cuatro años en dictar sentencia desde que el juez Ángel Sorando diera por cerrada la instrucción, un tiempo en el que los culpables ya se sentían libres y los inocentes injustamente condenados. Y más aún debería inquietarnos que todas las leyes que los partidos anunciaron a bombo y platillo para garantizar la transparencia y perseguir la corrupción en Asturias lleven enfangadas en el Parlamento el tiempo suficiente para ofrecer a los políticos y funcionarios la tentación de una sugestiva opacidad. Si son tan necesarias como nos han dicho, mal se entiende que les cueste tanto aprobarlas.