Extremistas por definición, son más fáciles de identificar por su comportamiento que por su nomenclatura o su ideología, limitada a un batiburrillo de consignas, prejuicios y cánticos. Casi inofensivos por separado, mejor no cruzarse en su camino cuando van en rebaño, amparados por la masa, enardecidos por el alcohol y bajo el presunto anonimato de las capuchas. Los grupos violentos hacen de los terrenos de juego un campo de batalla, de las calles una encerrona y de los foros de internet un vertedero. Campan a sus anchas gracias a las pocas ganas de buscarse problemas de la mayoría, que expresamos el desprecio con la indiferencia, ignoramos sus insultos y preferimos cruzar de acera. Nuestra prudencia, cobardía a sus ojos, alimenta su sentimiento de impunidad. Conocen al dedillo la ley para saber hasta dónde las poses violentas y las amenazas veladas pueden hacer que cualquiera dé un paso atrás con la impresión de que han estado a punto de partirle la cara sin más razones que haber respondido a sus insultos, llevar una camiseta del rival o mirarles el tiempo suficiente para darles, sin pretenderlo, la excusa con la que iniciar una pelea. Pero como también son bulliciosos, coloristas y pagan entrada, durante mucho tiempo tuvieron un espacio reservado en los estadios de toda España. Muchos dirigentes de los clubes de fútbol preferían apaciguarlos con prebendas antes que plantarles cara y encontrarse con pintadas amenazantes o las ruedas del coche pinchadas. Al fin y al cabo, siempre estaban ahí, en los triunfos y los fracasos, incondicionales. Llevó tiempo que las autoridades y los equipos de fútbol se dieran cuenta de que la libertad no justificaba esperar a la tragedia y que la tibieza, lejos de apaciguarles, solo acrecentaba sus bravatas. Incluso costó vidas que nos hartásemos y nos convenciéramos de la necesidad de aprobar leyes específicas para combatirlos y sacarlos de los lugares a donde queríamos ir con nuestros hijos sin sentir miedo. Comenzamos a aplicarlas y nos creímos a salvo, hasta nos permitimos ponernos como ejemplo frente a la vergonzosa permisividad de otros países.
La seguridad también origina despreocupación y hace mucho que este problema, atenuado, dejó de inquietarnos. El código penal no prevé el riesgo de nuestra tolerancia, así que la policía y los jueces deben esperar a que empiecen los golpes y el jolgorio termine en disturbios. Solo entonces actuamos. En ocasiones, con poco éxito. Los puñetazos castigados con penas menores por lesiones y los daños sancionados con multas han convencido a más de uno de que sus delitos merecieron la pena. Tanto es así que los radicales que estábamos dispuestos a erradicar siguen ahí, rejuvenecidos, bajo nuevas denominaciones o incluso con su nombre de siempre. De vez en cuando se les va la mano. Es entonces cuando nos indignamos, exigimos medidas contundentes y recibimos promesas de inmediatas actuaciones. A las pocas semanas casi todo el mundo se olvida de lo ocurrido. Hasta el punto de que volvemos a admitirlos en nuestras celebraciones y en las gradas, donde se sienten con más derecho que nadie, cómodos y convencidos de que pueden seguir a lo suyo. Tanto, que si la policía carga contra ellos denuncian el abuso de autoridad. Cuando son detenidos, todos alegan que estaban en otra parte haciendo cualquier otra cosa, pero acuden al juzgado con pasamontañas, no como comparece quien se siente inocente, sino como se presentan quienes saben que la mayor dificultad para condenarles será desmontar sus mentiras. Porque todas las hazañas de las que presumen en las barras de los bares las cometen con la cara cubierta, y por supuesto, la culpa de que se vean ante un juez siempre es de quien se atreve a denunciar su brutalidad o del policía que los detuvo. Con todo, lo más peligroso no es su cinismo, sino la silenciosa complicidad que aún encuentran.