El camino hacia el abismo del delirio llamado ‘procés’ ha comenzado a mostrar su verdadera cara, que no es la reivindicación soberana que esgrime, ni el sentimiento identitario alimentado de agravios reales o ficticios, sino el autoritarismo de quien está dispuesto a imponer sus ideas con absoluto desprecio a las consecuencias y a la opinión de los demás, incluso de la mayoría. Por más que el discurso secesionista se parapete tras el legítimo derecho de los catalanes a expresar su opinión, solo en un régimen sin libertad ocurre que los policías vivan atrincherados en hoteles, que los niños abandonen los colegios para no sufrir humillaciones, que las empresas emprendan la fuga, que los ciudadanos tengan miedo a dar su opinión para no ser, como mínimo, señalados con el dedo…
Cuesta creer que ni siquiera el más ferviente partidario del independentismo aspire a construir un estado sobre los cimientos de la imposición y el miedo. No es democracia lo que defiende quien se erige en la voz del pueblo tras una farsa plebiscitaria que ni siquiera los observadores de parte se atrevieron a avalar. Tan carnavalesca resultó la consulta que Carles Puigdemont anunció sus intenciones de proclamar la independencia antes de facilitar los datos, consciente de que carecían de toda credibilidad. El ‘procés’ se sustenta en la fractura social, la intransigencia, la intimidación y el nacionalismo irracional. La histórica receta del autoritarismo de todos los colores. Y no resulta fácil defenderse de él cuando consigue arrastrar tras de sí incluso a quienes creen defender todo lo contrario. La historia nos ha enseñado el error que supone combatirlo con el odio, la fuerza o el miedo, pero no nos impide cometer errores. Poco ayudan los llamamientos a la fuerza sin contemplaciones o las disputas entre líderes políticos, incluso de un mismo partido, que ni siquiera saben si discrepan o se tropiezan.
Ayer, miles de personas se manifestaron en toda España, en marchas separadas, unas para defender la unidad, otras para reclamar diálogo. Habrá quien vea en ello una muestra de división. No resultaría extraño que los adalides de la declaración unilateral de independencia intentaran utilizarlas como argumento de que su estrategia ha logrado abrir una brecha entre los españoles. Solo será así si se lo permitimos. Porque antes que nada fueron el reflejo de una España plural donde caben opiniones distintas, complementarias o incluso contrarias, ante un mismo problema. Ese es uno de los privilegios que nos garantiza la Constitución y que solo desde la inconsciencia podemos minusvalorar. Esa ley que nos ampara es el único camino que podemos seguir para solucionar la mayor crisis territorial a la que nos hemos enfrentado. Solo a partir de ella cabe ese diálogo tan invocado y despreciado al mismo tiempo que muchos han terminado por pensar que algo esencial resulta inútil. Solo con la plena vigencia de unas condiciones democráticas tendremos la posibilidad de continuar decidiendo juntos cuáles son las reglas con las que queremos regular nuestra convivencia. Por desgracia, eso no ocurre en estos momentos en Cataluña, donde el Govern está dispuesto a dictar sus propias normas de forma arbitraria, sin la menor garantía de amparo de los derechos fundamentales, ni siquiera para quienes respaldan la independencia. Por eso es tan urgente restaurar el orden constitucional. No para demostrar la fortaleza del Estado, sino para evitar que la única ley vigente sea la del más fuerte. Por eso conviene no equivocarse en las formas. Y a partir de ahí, de todo cabría hablar y votar en democracia. Un estado de derecho no debe impedir jamás que sus ciudadanos opinen, pero sí garantizarnos que podamos hacerlo con auténtica libertad.