Mariano Rajoy y Carles Puigdemont se han concedido unos días para echarse a pies la suspensión de la autonomía en Cataluña. El presidente del Gobierno, más cómodo en sus zapatos ahora que se ha sacado la chinita de la indecisión del PSOE. El autoproclamado campeón del independentismo, con los pies entumecidos en las botas que le ha puesto la CUP. Por más que encoja los dedos, el calzado no mengua. Ni monta, ni cabe. Es lo que tiene una independencia con fecha de consumo preferente. El Gobierno ha respondido a la secesión en suspenso con un artículo 155 condicionado a las explicaciones del president, que viene a ser algo así como un ‘dilo si te atreves’. La respuesta está en la cara que se les quedó a quienes el independentismo había convocado a la fiesta de la república y volvieron a casa convencidos de que les habían tomado el pelo. El PDeCAT, que antes de rebautizarse supo tantas veces tensar la cuerda y soltar a tiempo de recoger las prebendas, sabe que al avión de la independencia le falta potencia para despegar antes de estrellarse contra el muro de la justicia. De momento, Puigdemont, aunque no sea más que por saciar su ego, podrá decir que proclamó una república durante treinta segundos, por mucho que fuera con la boca pequeña y más ficticia que la ínsula Barataria. A pesar de ello, no renuncia a sacar tajada de su ambigüedad, aunque aún no tenga muy claro si no se la comerán Oriol Junqueras o Ada Colau.
El ruido de la declaración nonata le ha permitido presentar el conflicto catalán ante la comunidad internacional. Incluso Donald Trump, por más que algunos duden que sepa dónde queda Barcelona, ha tenido que pronunciarse. La UE ha respaldado al Gobierno, pero le ha pedido que dialogue. El discurso mártir del president ha tenido eco fuera de España. Resulta innegable. Su campaña de imagen resultó mucho más calculada que la fría versión oficial, que ni siquiera se atrevió a decir lo que piensa de la cifra de ochocientos heridos facilitada por la sanidad catalana. La precisa estrategia del victimismo ha logrado que el delegado del Gobierno en Cataluña casi pidiera disculpas porque la Policía hiciera su trabajo, ha llevado a Podemos a incluir el referéndum de autodeterminación en su programa electoral y ha forzado al PP a asumir la reforma constitucional exigida por Pedro Sánchez. Todo eso se ha echado al morral el independentismo catalán a costa de una sangría de empresas propia de un conflicto armado. El dinero no atiende al afecto, se aferra a las certezas, y lo único seguro con Puigdemont es su desprecio a las leyes. La estampida empresarial pesó más en la etérea declaración del Ejecutivo catalán que las apelaciones al diálogo.
Rajoy puede sentirse más seguro que hace unas semanas. La firmeza del Rey, el respaldo de la Justicia, la profesionalidad de la Policía y, sobre todo, los votos del PSOE y Ciudadanos le garantizan la capacidad de aplicar las medidas necesarias, incluida la suspensión de la autonomía. Pero con el artículo 155 o sin él, la respuesta debe ser rigurosa, sensata e inteligente. No se trata de vencer, sino de garantizar a los ciudadanos de Cataluña los derechos que intentan arrebatarles. Sin enredos ni atajos. A estas alturas, es probable que Puigdemont desee tanto como los partidos que las reclaman unas elecciones, pero nada agradecería más que un argumento para gritar al mundo un nuevo agravio a Cataluña y sus instituciones. Seguro que él preferiría lograr una mayoría en las urnas, no como las que compró en los chinos para el simulacro de referéndum, sino en las de verdad, las únicas que legitiman un proyecto político. No ignora que las aspiraciones de los catalanes solo tienen futuro con unos socios más fiables que quienes llaman a tomar las calles y saltarse la ley. Ese camino, el de los tiranos, conduce al infortunio. Bien lo sabe. Pero sus fullerías mientras calcula los pies que le faltan para pisar el límite son una tragedia para Cataluña.