Banderas que son arriadas y destruidas, multitudes vociferantes en las plazas. Niños que corean consignas que no entienden, adultos que lloran de emoción. Un grupo de diputados que canta un himno patriótico tras declarar una república ilegal con setenta votos, en secreto, deprisa y con dudas. Miles de personas que corean el nombre de un presidente que ya no lo es. La fiesta de una mentira proclamada después de que el Senado aprobase entre aplausos la destitución del Gobierno de Cataluña y la intervención del Estado para rescatar la democracia de un secuestro. Cuesta entender los festejos en las calles de Barcelona tanto como las sonrisas de satisfacción de algunos parlamentarios en Madrid. Resulta difícil creer que alguien tenga nada que celebrar cuando las imágenes provocan el mismo escalofrío que la irracional euforia de quienes a lo largo de la historia han vitoreado a quienes desfilaban camino de una tragedia. La alegría resulta tan incomprensible como la indiferencia cuando se antoja tan sencillo sentirse en la piel de las miles de familias que viven con angustia, desgarro y miedo en Cataluña.
No cabe duda de la traición del Gobierno catalán. Antes que a su país, a los ciudadanos a quienes dice representar y que no han tenido el derecho a votar, ni siquiera a opinar, sobre una decisión solo sustentada en el griterío de una multitud convocada para justificarse. El independentismo apela a la voluntad del pueblo para situarse por encima de la democracia, el mismo argumento utilizado por todas las dictaduras para enterrar las leyes que salvaguardan a los ciudadanos de los abusos. El Govern se ha quitado finalmente la careta. Ha evitado el diálogo que reclamaba con la renuncia a defender sus reivindicaciones en la cámara donde los votos de los ciudadanos le entregaron su representación, ha dejado a un lado la política para imponer su despotismo sin ofrecer ninguna alternativa y ha rechazado convocar elecciones para no escuchar la verdadera opinión de los catalanes. Lo que sea que ha proclamado, aunque inexistente, insulta a la propia definición de una república o cualquier otro sistema democrático. La cuidadosa puesta en escena de los parlamentarios soberanistas arropados por los alcaldes armados con sus bastones de mando evidencia lo poco que el desafío independentista tuvo de improvisación y lo mucho que sus líderes están dispuestos a hacer para forzar un enfrentamiento. Las perversas consignas de las organizaciones secesionistas a los manifestantes que se agolpaban ante el Parlament para actuar en caso de una intervención policial demuestran lo sofisticado de la estrategia diseñada para presentar a España como una nación intolerante a pesar de que ha soportado los sucesivos agravios con un estoicismo casi vergonzante.
Llegados a este punto, no cabía más decisión que la tomada por el Gobierno. Mariano Rajoy ha decidido destituir al Ejecutivo catalán al completo, disolver el Parlament y convocar elecciones. Las urnas suponen el único camino para restaurar la democracia en Cataluña. Recuperar la convivencia será mucho más difícil. El independentismo sabe que su golpe de estado, burdamente disfrazado de parlamentarismo, no tiene más futuro que los tribunales. Su mayor peligro ya no está en las decisiones que pueda tomar, ni siquiera en el desastre provocado en la economía catalana, sino en la simiente del rencor que aún intenta sembrar a cada paso. Entre Cataluña y España, entre los propios catalanes. El mayor desafío para la democracia no será terminar con el régimen totalitario de Puigdemont, sino desmontar sus mentiras, desraizar su cosecha de odio antes de que dé sus frutos.