Aún no ha terminado el año y en Asturias han ardido más de 26.000 hectáreas de monte, la mayor extensión en casi veinte años. Hasta octubre, los bomberos asturianos sofocaron 1.635 incendios forestales, más del doble que en 2016. Aunque no es el número de fuegos lo más preocupante, sino el espectacular incremento de la superficie quemada, que cada dos o tres años se dispara con un patrón tan reiterado que resulta casi predecible. En los mismos concejos y en épocas similares. Las últimas dos grandes oleadas de incendios han coincidido con sequías otoñales y vientos favorables a la propagación. Comenzaron en fin de semana y no logramos sofocarlos hasta que la lluvia llegó en nuestro auxilio. Lo único incuestionable en ambos casos fue el trabajo de los equipos de extinción, que cruzaron muchas veces el límite de lo que cabe exigirles para evitar que los daños a las personas, las propiedades y a los espacios naturales protegidos fueran mucho más graves. También muchos vecinos anónimos de los pueblos cercados por las llamas han luchado contra el fuego sin más reconocimiento que el de los retenes a los que han intentado ayudar. Apagados los incendios, la rutina asturiana incluye las promesas de investigación y la polémica, que suelen cerrarse con alguna que otra detención de algún lugareño que confiesa haber prendido rastrojos sin autorización y un puñado de reproches en el Parlamento. Lo cierto es que capturar a los pirómanos no resulta sencillo, porque la mayor parte de las pruebas acaban convertidas en humo, y tampoco encontrar a un solo político a quien echar la culpa de una situación que se repite hasta donde alcanza la memoria.
El cerillazo ha sido una costumbre en Asturias desde mucho antes de que comenzásemos a plantearnos el pernicioso efecto del cambio climático. En los últimos treinta años, el Suroccidente ha sufrido más del 40% de los grandes incendios, pero el mayor número de fuegos se han registrado en los concejos de Llanes y Cangas de Onís. La estadística descarta las casualidades. El problema no es nuevo, pero sus consecuencias son cada vez más graves. Siempre hemos convivido con los incendios forestales, pero a muchos solo han comenzado a preocuparles cuando se despertaron una mañana y el humo nos dejó sin amanecer. Durante años, los montes han ardido periódicamente. En la mayor parte de los casos, observar la disposición de los frentes del fuego y las zonas afectadas era suficiente para entender las razones del incendio. Una y otra vez, contemplábamos incluso con fascinación las llamas y aunque nos indignásemos contra los incendiarios, nos desentendíamos del problema en cuanto se apagaban. Tampoco eso ha cambiado demasiado por mucho que después de cada catástrofe se repita la exigencia de mejorar medidas de prevención y la necesidad de aumentar los recursos de extinción. El monte sigue ardiendo, solo que cada vez con mayor facilidad y devastación porque en muchos lugares solo crece el matorral en lo que antes eran prados. Donde aún quedan vecinos, se sienten tan abandonados como las camperas desaparecidas bajo la retama y el árgoma. Unas condiciones cada vez más penosas para vivir y favorables a los desaprensivos dispuestos a utilizar un mechero sin contemplaciones. Los rescoldos de los últimos grandes incendios en Asturias siguen en nuestros montes por mucho que tengamos la impresión de haber apagado las llamas. Se avivan con la indiferencia, la incomprensión y la resignación a un abandono que demasiados justifican como inexorable.