El juicio contra ‘La manada’, los cinco detenidos por violar a una joven en los sanfermines de 2016, sentará precedente. No por la sentencia, que solo cabe esperar justa, sino por la respuesta social que ha desencadenado la estrategia de la defensa. Los abogados de los acusados han presentado ante el juez el seguimiento realizado por un detective a la víctima y diversas informaciones tendentes a señalar que hubo consentimiento para las relaciones sexuales y que la joven que denunció los abusos no sufre secuelas. Sus argumentos buscan la absolución o al menos rebajar las penas y la indemnización correspondiente. Desafía a la lógica y a la humanidad sostener que una mujer desea acabar la noche sometida a abusos sexuales en un portal, forzada por un grupo de bestias y grabada en vídeos que fueron enviados a los amigos acompañados de comentarios incalificables. Sin embargo, el juez decidió admitir estas pruebas.
El sistema judicial español es garantista, en caso de duda se inclina a facilitar la defensa para que la condena resulte irrefutable. Los juristas saben que esta decisión del magistrado no condiciona su veredicto. El catedrático de Derecho Penal Javier Fernández Teruelo, especializado en violencia de género, señala incluso que la víctima puede ser la primera interesada en que se admitan todas las pruebas como la mejor manera de evitar que los acusados puedan alegar indefensión y solicitar la nulidad de las actuaciones. Desde el punto de vista procesal, no cabe más que acatar la resolución del juez. Pero la sociedad en cuyo nombre actúa la justicia se ha indignado. No porque pretenda impedir el innegable derecho a la defensa de cualquier acusado, sino por el convencimiento de que ‘La manada’ vuelve a abusar de su víctima. Tenemos la impresión de que la joven está siendo obligada a demostrar cuánto rechazaba lo ocurrido y que la violación le ha causado el suficiente sufrimiento como para justificar una condena. Durante el juicio ha tenido que escuchar que su vida ha continuado de manera normal, lo que intenta conducir al juez a la detestable conclusión de que no pasó nada que ella rechazase o que en todo caso tampoco fue para tanto. Los acusados han recurrido a la perversión de cuestionar no solo la veracidad de la denuncia, sino los padecimientos, la moralidad y la dignidad de su víctima. Deberíamos preguntarnos si algo falla en nuestro sistema de protección si el camino para encontrar justicia admite este calvario. Muchos deben creer que así es cuando miles de personas han salido a las calles para protestar por la respuesta que ha recibido la valentía de esta mujer.
Tras los reiterados casos de abusos a mujeres en las fiestas y zonas de ocio, las administraciones han multiplicado sus campañas de sensibilización, en las que animan a quienes sufren los ataques a denunciar y a los testigos a no permanecer impasibles. La sociedad española ha evolucionado lo suficiente para rechazar cada vez con mayor rotundidad cualquier tipo de acoso. Hemos avanzado, pero quizás no tanto como pensamos. Los especialistas en políticas de igualdad advierten de que muchos jóvenes han crecido con un acceso ilimitado a un consumo pornográfico que les lleva a la creencia de que someter a su antojo a una mujer resulta algo natural y aceptable, más cuando está por medio la excusa del consumo de alcohol. Las campañas institucionales son útiles y necesarias, pero insuficientes mientras las mujeres sientan que lo único que tienen garantizado cuando denuncian es la tortura de un proceso en el que la condena dependerá de demostrar que nunca podrán recuperarse del daño sufrido o del largo de la falda.