Gonzalo Montoya no es un santo. Ni acabó en la cárcel por error ni cabe atribuir su epopeya a una cualidad sobrehumana. ‘El Chino’, el preso asturiano ‘resucitado’, no atesora ningún misterioso don al que atribuir su súbito despertar en el Instituto de Medicina Legal de Oviedo. El profundo coma en el que cayó carece de misterio. Es lo menos que le puede pasar a cualquiera después de mezclar la medicación con drogas. En todo caso, lo único sobrenatural en la historia de este recluso es que después de meterse ese cóctel en el cuerpo siga vivo. El resto de su dramática peripecia es una cadena de errores que le llevaron a una bolsa para cadáveres. Dos médicos de la prisión y la comisión judicial que practicó el levantamiento de su cuerpo de la silla en la que fue encontrado inmóvil certificaron su muerte en vista de su rigidez, el tono azulado de su piel y la ausencia de signos vitales. La cárcel de Asturias dispone en la enfermería de un electrocardiógrafo para comprobar la parada cardíaca, pero carece de un equipo portátil que llevar a las celdas. Por desgracia, el fallecimiento de presos no supone una situación infrecuente. Tampoco debió sorprender la muerte de un presidiario con un intento de suicidio previo en su historial y que había anunciado a sus familiares y al personal de la prisión su pretensión de quitarse la vida. El supuesto cadáver acabó en Oviedo para la autopsia, donde un avispado funcionario detectó a ojo que su respiración y sus quejidos eran incompatibles con el ‘rigor mortis’. Pocas horas después de ser trasladado a la UCI, estaba pidiendo un cigarrillo y comida, por ese orden. El Gobierno asturiano aclaró que, en contra de las primeras versiones de la familia, la fortuna hizo que el difunto vivo no llegase a estar sobre la mesa de autopsias. Los facultativos que rubricaron el parte de defunción han declarado que cumplieron todos los protocolos establecidos «a rajatabla». Gonzalo Montoya recostado en la cama del hospital es la viva demostración de que el procedimiento actual no evita que un médico pueda cometer el peor de los errores. Más que culpable, el personal de la prisión parece víctima de sus condiciones laborales. Si los médicos cumplieron con lo exigido, la inexistente muerte y nada milagrosa resurrección de ‘El Chino’ evidencian la necesidad de modificar los procedimientos en cuyo cumplimiento se amparan. A poco que se hubiera demorado el traslado del preso o el inicio de la autopsia, la falta de atención ante la sobredosis habría hecho bueno el diagnóstico de óbito.
Este extraordinario drama, porque no es otra cosa despertarse en un saco mortuorio por más delincuente que uno sea, ha hecho aflorar otras situaciones que se antojan poco razonables. Los sindicatos penitenciarios reconocen que no existe personal suficiente para repartir la medicación los fines de semana, con lo que las pastillas se entregan a los presos en una bolsa con la esperanza de que no se las tomen todas de golpe. Al parecer, este sistema de reparto de fármacos es una práctica común en todas las prisiones. Los análisis realizados al preso ‘revivido’ detectaron rastros en su sangre de heroína, cocaína, hachís y barbitúricos. «La droga se ha hecho con la prisión», ha denunciado el portavoz de Izquierda Unida en el Parlamento asturiano, Gaspar Llamazares. A esto, UGT añade que de las unidades terapéuticas, que llegaron a tratar a más de medio millar de reos en la cárcel asturiana y que durante años fueron ensalzadas desde la propia administración como la mejor fórmula para evitar, o al menos atenuar, el consumo de drogas, «ya solo queda el nombre». Un día antes de que Gonzalo Montoya fuera hallado aparentemente muerto, el pabellón en el que se encontraba ingresado, el ocho, donde van a parar los delincuentes reincidentes y toxicómanos que rechazan ir a módulos de respeto o tratamiento, registró una pelea tumultuaria. Los funcionarios aseguran que cuando comenzó la reyerta solo había dos vigilantes para afrontar los disturbios en un recinto con 130 presos. De todo esto, nada se habría sabido sin la ‘resurrección’ de Gonzalo Montoya. La máxima seguridad que requiere la reclusión de violadores, asesinos y terroristas, cuya peligrosidad no conviene tampoco perder de vista, y el respeto a la privacidad a la que cualquier ciudadano tiene derecho no justifican la opacidad y a veces la cicatería con la que se ha conducido casi todo lo referente a la gestión de las prisiones donde una parte de nuestra sociedad, aunque sea la peor, convive con unos funcionarios que por lo visto tampoco han sido ajenos a los recortes.