‘Tola’ ha muerto. Y cada cual la ha despedido como le pareció mejor. Con tristeza muchos que conocieron una parte de Asturias gracias a las osas del cercado del monte Fernanchín, en el límite de los concejos de Santo Adriano y Proaza. Nadie con más dolor que Roberto García, el hombre que cuidó de ella y de su hermana ‘Paca’ durante dos décadas. Algunos con cierto humor, otros con respeto. A título póstumo, la osa ha recibido la infrecuente distinción de que un presidente del Gobierno regional resalte lo mucho que un animal aportó a la conservación de la naturaleza y a la imagen turística de Asturias. También se ha escuchado alguna que otra bobada, tal que el extemporáneo recordatorio de Miguel Ángel Revilla de la capacidad procreadora de ‘Furaco’, el padre del esbardo de ‘Tola’ que murió al poco de nacer en un frustrado esfuerzo reproductivo más publicitario que sensato. La principal autoridad de Cantabria vio en la muerte de la osa la oportunidad de «reivindicar el honor» osero de su autonomía y de ofrecer una de las 57 osas del Parque de la Naturaleza de Cabárceno para sustituir a la fallecida. Se ve que a los cántabros les sobran osos de todo pelaje en su zoo y a su presidente, facundia y ocurrencias. No obstante, la mayoría de quienes han hablado y escrito sobre ‘Tola’, que no han sido pocos, la han definido como un icono de la lucha contra el furtivismo y un emblema de la Asturias que se promociona como paraíso natural.
‘Tola’, mimada por una esmerada atención veterinaria, llegó a cumplir 29 años, que alcanzaron para elevarla a la categoría de símbolo. Un tiempo en el que la extinción ha dejado de amenazar a su especie. Los esbardos ya no suponen un cotizado trofeo para furtivos como los que abatieron de un tiro a la madre de las dos oseznas más famosas de España. Tampoco son vistos como una alimaña. Ahora representan la imagen obligada de Asturias en las ferias de turismo. Viven protegidos por agentes del Seprona, que han dejado de ser recibidos en los pueblos como un incordio, ayuntamientos encantados de colocar señales de atención al tránsito de plantígrados como reclamo y organizaciones conservacionistas que han pasado del voluntarioso correr por los montes a la sofisticada vigilancia con cámaras de infrarrojos. La fotografía de ‘Paca’ y ‘Tola’ en brazos de los guardias civiles que las salvaron de convertirse en el plato principal de una abominable cena, su historia de orfandad y su encierro en una caja en un desván de Cangas del Narcea ayudaron mucho a endurecer las sanciones y a enraizar el rechazo social hacia la caza de un animal que a punto estuvo de desaparecer de los montes asturianos. Su lamentable odisea por Cataluña y Cuenca antes de regresar a un cercado en Asturias obligó a la Administración a percatarse de sus carencias para proteger la especie. La necesidad de que permaneciesen encerradas de por vida hizo que se cuestionasen las razones por las que resultó imposible devolverlas al medio natural. La conservación del oso se ha profesionalizado auspiciada por el dinero público y apuntalado con nuevas leyes. Los osos ya no temen a los disparos, su muerte por envenenamiento o en lazos resulta infrecuente, su número ha crecido y la principal preocupación de los responsables medioambientales es su cada vez más habitual presencia en zonas habitadas donde los lugareños se sienten en algunos casos menos protegidos que los plantígrados. El número de osos en la Cordillera Cantábrica se ha triplicado en apenas tres décadas. Más de 260 campean en un hábitat en el que su principal amenaza no son las escopetas, sino los ‘safaris’de turistas imprudentes y los políticos que no distinguen entre un oso de granja y el extraordinario valor de cada ejemplar cantábrico en libertad.