Dos guardias civiles se jugaron el tipo en pleno temporal para llevar medicinas a una anciana en Ponga. Recorrieron cinco kilómetros con los esquíes desde el punto en el que el helicóptero no pudo avanzar más hasta la localidad de Viboli. Tardaron cuatro horas en llegar a la vivienda, situada en una zona montañosa aislada por la nieve. Cuando se presentaron en la puerta la mujer les recibió con un aplauso. Al día siguiente, los agentes del mismo equipo cargaron a hombros a un senderista polaco que en mitad de la ventisca se había despeñado en la ruta del Cares. La rutina invernal del Grupo de Rescate e Intervención en Montaña es arriesgar la vida. Sus acciones son más espectaculares que las de otros miles de compañeros de la Guardia Civil y la Policía que en plena ola de frío han ejercido de muro de contención frente al caos. Pateando la calle durante horas con temperaturas bajo cero, sacando a los conductores de las ratoneras en las que la nieve convirtió muchas carreteras, atendiendo las llamadas de auxilio o sencillamente cumpliendo con sus tareas cotidianas de vigilancia. En lo suyo no sirven los cambios de agenda ni esperar a que escampe. La delincuencia no se va de vacaciones, el terrorismo no descansa en festivos y las tragedias no entienden de horarios. Tan pronto toca tragarse un temporal como evitar que el independentismo destroce la convivencia. Nos sacan las castañas del fuego y les reconocemos su entrega. Aplaudimos su heroísmo con más frecuencia de la que nos preguntamos si tiene sentido congelar sus plazas, recortar sus gastos, escatimar en la renovación de sus equipos y poner a prueba su sentido del deber. Su trabajo, por suerte para nosotros, hace que se hable más de sus éxitos que de sus circunstancias.
No lo han tenido fácil para hacer oír sus reclamaciones. Han necesitado combatir los prejuicios hasta consolidarse como el servicio público más valorado por los españoles, han sufrido la desgracia de encontrarse a las órdenes de políticos ineficaces de todo signo e incluso algún que otro destacado corrupto y en la penosa travesía de la crisis han escuchado con frecuencia que al menos en lo suyo no había despidos. La obediencia debida y la necesaria reserva sobre sus carencias han restringido a la privacidad de los cuarteles y las comisarías la mayor parte de sus penurias. Pero hay imágenes que no requieren nota al pie para explicarse. Los agentes acantonados en el barco de Piolín no necesitaron quejarse para que todos sintiésemos sonrojo. La diferencia salarial entre los Mossos d’Esquadra, que asistieron impasibles al referéndum y los policías enviados a defender el estado de derecho también habla por sí mismas. El agravio resulta tan evidente que los agentes que durante las últimas semanas se han manifestado por las calles de las principales ciudades españolas para pedir una mejora salarial han contado con el respaldo de todos los partidos políticos. En Oviedo no faltó ni uno. Todos se situaron tras la pancarta de reivindicación que consideran «justa y necesaria». Los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no piden más que un incremento salarial que aproxime sus nóminas a las que cobran los policías autonómicos, locales y forales. Este objetivo requiere una subida de sueldo de doscientos euros al mes durante tres años. En total, 1.500 millones en un trienio para superar el abismo que separa a los encargados de velar por nuestra seguridad en función del uniforme que visten. El ministro del Interior prometió en enero la anhelada equiparación, pero dos meses después el Gobierno aún no ha puesto sobre la mesa ninguna oferta concreta. El diputado regional del PP Matías Rodríguez Feito se sumó a la marcha de Oviedo para decir que «no es tiempo de palabrería». Tiene razón. No hay discurso que mitigue la vergüenza de pagar el heroísmo a precio de saldo.