No fue tanto una huelga como una movilización. No paró el país ni vació los bares, pero sí llenó las calles. Solo una porfiada miopía permite negar que las marchas del 8-M resultaron muy distintas a lo acostumbrado en el Día de la Mujer y más numerosas de lo que muchos auguraron. No fueron la algarada ni el fiasco que algunos parecían esperar. Ni tan en contra suya como ciertos políticos temieron ni tan entregadas a la causa de unas siglas como otros deseaban. Hubo representantes de partidos y sindicatos, por supuesto, reconocidas activistas del feminismo, trabajadoras que protestaban por su situación laboral, veteranas que sufrieron tiempos peores y jóvenes empeñadas en mejorar los que les tocará vivir. Mujeres con una exigencia imposible de no compartir: la igualdad. En grupos organizados o a su aire. También hombres. Miles de personas en una movilización tan diversa que someterla a una etiqueta rozaría el insulto. Muchos políticos borraron de sus agendas todo lo previsto, ya fuera por convencimiento o canguelo. El Gobierno mantuvo la suya, pero hasta el presidente lució en su chaqueta un lazo morado en un inesperado gesto. El PP recelaba de una jornada de protestas contra su gestión, un 15-M de tintes malvas, pero el argumentario que les llevó a tachar de política, elitista e insolidaria la convocatoria de huelga acabó en la papelera a mediodía, cuando las concentraciones ante los ayuntamientos llevaron a sus líderes a intuir que la cosa iba a resultar muy distinta de lo que habían previsto. No había silicona en las cerraduras ni ataques a las sedes. La idea de navegar a contracorriente comenzó a parecer tan inútil como poco inteligente. El Ejecutivo optó por arriar velas como paso previo a que su portavoz definiera la marcha como una expresión «de solidaridad» que les parece «muy bien». Experiencia le sobra a Mariano Rajoy para saber que no existe peor error en política que situarse como el único enemigo de una causa que la mayoría como mínimo respeta.
La movilización del 8 de marzo, calificada de histórica por su magnitud, tal vez lo ha sido aún más porque ningún político se ha atrevido finalmente a rechazarla ni tampoco a apropiarse de ella en exclusiva. Todo un logro esta respetuosa prudencia en un país donde los partidos se disputan hasta las comunidades de vecinos. La prueba de que la sociedad española es capaz no solo de valorar lo conseguido, sino de reconocer lo mucho que falta por hacer para que lo que nuestras leyes consagran sea una realidad. Un éxito que incluso para sus convocantes conlleva una preocupación. «Ahora tenemos una responsabilidad muy grande, ser capaces de gestionar esto para que el sistema no vacíe de contenido la palabra feminismo y todo lo que hemos puesto sobre la mesa». La reflexión de las integrantes de la comisión que organizó la multitudinaria manifestación de Gijón anticipa la evidente pregunta que sucede a lo extraordinario: ¿Y ahora qué? Porque en poco tiempo no faltarán las que se sientan defraudadas por la tibieza de la respuesta, quien atribuya lo ocurrido a una agitación que el tiempo aplacará y, por supuesto, quienes temen que la implacable rutina acabe por imponerse. Tampoco quien tache de mero gesto lo que antes aplaudió como insólito. Pero más allá de la libre opinión de cada uno, el hecho es que casi todos, al menos durante un día, hemos vuelto la mirada hacia las pancartas escritas en femenino. Algo que no hace tanto parecía impensable. No ha quedado partido ni faltado político que no se haya apresurado a prometer a las mujeres que su programa incluirá sus reivindicaciones. Sin excepción a derecha ni a izquierda todos se han proclamado incluso un poco más feministas y menos zotes que antes. Así que no resulta difícil pensar ahora que la opinión de las mujeres, que ha tenido en la indiferencia a su peor enemigo, no será tan sencilla de ignorar como antes. Y de ello solo cabe esperar cambios. Veremos cuáles.