Son más de 300.000 en Asturias, un 29% de la población que no solía hacerse oír. Los pensionistas, que en los últimos tiempos han aliviado el drama del paro estirando una paga que apenas aumentaba para tapar los agujeros de la crisis en sus familias, han salido a las calles en una movilización sin precedentes. Su protesta se ha gestado durante meses. Un malestar larvado dio paso a pequeños actos reivindicativos, recogidas de firmas y llamadas de atención a una clase política acostumbrada a contentar al pensionista con calculadas mejoras, más generosas cuanto más cerca de una cita con las urnas. Pero la última propuesta del Gobierno, un 0,25%, ha terminado por encender la mecha de una indignación alimentada durante años. No puede sorprender a estas alturas que se manifiesten. Cuando la mayoría de los políticos dan la recesión por superada y los economistas más avispados advierten del riesgo de otro batacazo en el horizonte, los pensionistas han tomado las plazas. Piden un aumento de la cuantía de su pensión, pero no solo. Reclaman, sobre todo, la garantía de que el sistema al que fiaron su vejez les garantice que sea digna. Si alguien sabe lo duro que resulta alimentar una familia, pagar cada mes las facturas y hacer frente a los imprevistos es quien se la ha pasado trabajando para disfrutar no de una graciosa concesión, sino del resultado de sus cotizaciones.
Cualquiera con una mínima noción de aritmética puede intuir el resultado de sostener más de nueve millones de pensiones en un país con una demografía en declive y unos sueldos más bajos, poco hay que explicarles a quienes han echado ya la cuenta más importante de su vida laboral. En sus reivindicaciones, los pensionistas han puesto sobre la mesa un debate que los políticos recuerdan e ignoran con la misma frecuencia: la necesidad de actualizar las cuentas de esa pensión común que llamamos Seguridad Social para saber hasta dónde nos alcanza. Por eso han logrado que a sus manifestaciones se sumaran los trabajadores que aspiran a cobrar algún día una pensión que les garantice algo más que la pobreza y los jóvenes que temen encontrarse la hucha vacía en el momento de su jubilación.
Las multitudes que se han manifestado el 17-M han recordado a nuestra clase política que una de las preguntas más importantes sobre nuestro futuro continúa sin contestar. Hasta el momento, los partidos se han limitado a señalar con el dedo los nubarrones que todos podemos ver o a invocar comparaciones de gasto tan oportunistas como inútiles. Las pensiones españolas han dado más para tirarse los trastos a la cabeza en el parlamento que para llegar a fin de mes. Que las prestaciones sociales apenas han subido mientras el Gobierno se ha gastado una millonada en rescatar bancos y autopistas es cierto. La izquierda esgrime este doloroso recordatorio que, como es lógico, enfada a cualquiera. Frente a ese malestar pocos paños calientes puede poner el Gobierno. Tampoco es mentira el argumento del Ejecutivo de que la caja común está para pocas alegrías. Nuestros ahorros han menguado mucho a costa de tirar de ellos para las sucesivas emergencias y alguna que otra tontería. No obstante, Mariano Rajoy ha ofrecido equiparar el aumento de las pensiones con el coste de la vida si el Parlamento aprueba sus presupuestos. Una hábil pirueta política que deja a la oposición la responsabilidad de la congelación e intenta convertir en mérito del Gobierno cualquier mejora pírrica. En función de lo que el Ministerio de Hacienda sea capaz de rascar en nuestro bolsillo compartido, la vida de los pensionistas mejorará entre casi nada y un poco. Nuestros políticos parecen dispuestos a reservar, una vez más, su capacidad como hombres de Estado para su jubilación, cuando solo sirve para criticar a sus sucesores y escribir biografías que complementan una pensión que en su caso sí que da para vivir. En algunos casos, muy bien.