Duro Felguera es una de las empresas de bienes de equipo de referencia en España, el modo de vida para dos mil trabajadores y una pieza clave de la economía asturiana, lo que es mucho para ser minusvalorado. Conviene no olvidarlo y con eso sobraría para que la delicada situación de esta compañía fuera desde hace tiempo una de las principales preocupaciones de la región. Pero ‘la Duro’, como muchos asturianos la denominan aún con la evocadora imagen en su memoria de su pasado fabril, es mucho más. La compañía fundada por Pedro Duro en 1858, que llegó a convertirse en la mayor siderúrgica de España, es uno de los pocos símbolos del pasado industrial de Asturias que demostró su capacidad para reinventarse y sobrevivir. Especializada en los llamados proyectos ‘llave en mano’, el diseño y construcción de grandes complejos energéticos, ha encallado en las mismas aguas que otros gigantes de su sector: la necesidad de financiación para cada una de sus colosales obras. Un modelo de negocio que exige afinar los presupuestos, reducir los riesgos y garantizar los cobros. Hace tiempo que el rumbo no parecía el adecuado. Solo había que escuchar a los analistas, a los bancos y, sobre todo, a los propios trabajadores, que sabían mejor que nadie distinguir los errores de los aciertos. Pero la dirección de la compañía, convencida de sus decisiones y de un ambicioso salto a Madrid que parecía incluso desdeñar sus raíces asturianas, prefirió tachar de maledicencias las advertencias de sus propios ejecutivos. Solo cuando la situación se hizo insostenible y la banca amenazó con dejar que el gigante se derrumbara asfixiado por sus deudas, sus directivos asumieron cambios en la gestión. El más traumático, descabezar la presidencia, forzar la salida de Ángel Antonio del Valle, y situar en su lugar a Acacio Rodríguez, un gestor con un papel clave en la reconversión siderúrgica, un directivo con fama de cauto, realista y firme, capaz de ofrecer cierta confianza a los acreedores.
La nueva dirección de Duro Felguera se ha encontrado un camino espinoso. Presentada a los accionistas como equipo de transición para enderezar el rumbo y volver a los beneficios, se ha pasado semanas levantando alfombras y descubriendo deudas hasta reconocer unas pérdidas de 254 millones. Ha visto a sus principales accionistas dejar su consejo de administración, convencidos de que el camino más idóneo es el de un concurso de acreedores que dentro de la empresa se ve como un intento de salvar sus propios muebles. En esta situación, el equipo de Acacio Rodríguez ha anunciado un ERE como la única manera de reducir costes y ofrecer confianza a los necesarios inversores. Una solución dolorosa, que dentro de la plantilla ha sido recibida como un castigo injusto a los errores de sus ejecutivos, y difícil de llevar a cabo porque exige el complicado equilibrio de reducir efectivos sin dañar de forma irreparable su mayor activo: el talento. Los trabajadores de Duro creen, con toda la razón, que hasta el momento han sido los únicos que han estado a la altura de las dificultades, «sintiendo los colores» y luchando en medio mundo por sus proyectos. La sensación de encontrarse al límite no resulta desconocida para una sociedad que ha tenido que reinventarse en varias ocasiones, un ave Fénix que supo renacer cambiando los hornos por conocimiento. Tampoco la hipocresía con la que algunos aplaudieron los errores de sus gestores o la indiferencia con la que fueron recibidos sus reveses. Habrá quien se limite a desearle acierto al nuevo equipo de dirección y suerte a su plantilla. No faltarán los que justifiquen todo lo que esté por venir en la crudeza del mercado y se limiten a señalar que la responsabilidad corresponde a sus accionistas, dueños en definitiva de la empresa. Pero si un empeño merece el apoyo político, la defensa de los agentes sociales, la implicación de los inversores y el respaldo social de los asturianos es el de una empresa cuya historia es la nuestra. Y el silencio, por más que alguno pretenda disfrazarlo de respeto o alentarlo a su conveniencia, supone a veces la complicidad más despiadada.