La sonrisa de Arnaldo Otegi en el palacete de Cambo-les-Bains, el rictus chulesco que durante años le ha servido lo mismo para justificar la violencia terrorista que para pedir perdón a las víctimas por el sufrimiento causado, aclaró mucho más que la fría declaración leída por un grupo de verificadores internacionales incapaces de ver más allá del teatrillo montado por ETA para anunciar su desmantelamiento. La risita del hombre empeñado en trascender como el Gerry Adams vasco supone la mejor advertencia de las pretensiones de una banda empeñada en llamar disolución a la derrota y reconciliación a la impunidad. El final del llamado conflicto vasco, que según algunos casi nadie entendió durante años, fue clausurado ‘oficialmente’ por un grupo de políticos llegados de todo el mundo que no se molestaron en preguntar su opinión a nadie que no fuera ETA ni en poner un pie en un país donde casi novecientas personas perdieron su vida por negarse a vivir de rodillas ante la amenaza de las pistolas. Un grupo heterogéneo de observadores deseosos de aparecer en una fotografía con aspiraciones históricas leyó un comunicado en el que una vez más las víctimas fueron desdeñadas. La teatral intervención en cuatro idiomas para dar lectura a folio y medio se limitó a recordar la necesidad de reconocer y reparar el sufrimiento. En la reunión previa, solo la insistencia del exdirector del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, consiguió que se guardara un discreto minuto de silencio en memoria de los asesinados.
La farsa representada en el escenario del palacio construido por el autor de ‘Cyrano de Bergerac’ animaría al chiste si no fuera por lo que intenta ocultar: la tragedia de todo un país azotado durante casi sesenta años por un grupo armado que lejos de cuestionarse su sentido en una Europa democrática actuó de forma despiadada mientras tuvo capacidad para ello. ETA no se ha disuelto por convicción, sino por su incapacidad para seguir adelante con casi todos sus terroristas en la cárcel. Llegar a ese punto no fue sencillo. Costó mucho tiempo y demasiadas vidas. Solo cuando toda la sociedad española asumió como propio el discurso de las víctimas, la necesidad de permanecer unidos al margen de ideologías, estrategias de partido y protagonismos personales, la maquinaria de la democracia y la eficacia de las fuerzas de seguridad pudieron acorralar a una banda que perdió no solo sus últimos santuarios en Europa, sino cualquier crédito en un territorio cuya defensa proclamaban y que poco a poco fue dejando claro a los terroristas que no tenían un hueco en su futuro. La derrota de ETA no tiene marcha atrás, pero su peligroso legado continúa latente. Los partidos democráticos deberían tomarse como una alerta la esperpéntica declaración del 4 de mayo. Un aviso de que nuestras preocupaciones cotidianas no deberían llevarnos a olvidar a quienes murieron por defender nuestra democracia o se atrevieron a coger un acta de concejal cuando suponía una condena de muerte, a los que se negaron a pagar la extorsión, ni a quienes sencillamente tuvieron la valentía de caminar con la cabeza alta por las calles del País Vasco sin someterse a las consignas de los pistoleros. No se trata de revanchas, tampoco de vivir anclados en el dolor del recuerdo, sino de conseguir que la justicia relate la historia y no los terroristas. Nuestras convicciones lograron lo más difícil, derrotar a un enemigo que respondía a balazos a quienes les hacían frente con sus palabras. Permitir ahora que el lógico deseo de mirar hacia el futuro deje en blanco las páginas del pasado para que las escriban quienes apretaban el gatillo o justificaban el asesinato como una política admisible supondría traicionar a quienes se dejaron la vida en el empeño de vivir en paz.