Asturias solo ha recuperado uno de cada cuatro empleos perdidos desde que comenzó la crisis. En los últimos diez años, el número de afiliados a la Seguridad Social ha bajado en 44.840 personas. Mientras el Principado se engancha al ralentí a la anhelada recuperación económica, la patronal sostiene que en poco tiempo uno de los principales problemas de las empresas asturianas será la falta de personal cualificado. Esta paradoja asturiana se reviste de tintes dramáticos cuando se proyecta hacia el futuro. Simplificada, la ecuación parece sencilla de resolver. Los sindicatos señalan a las empresas como las principales culpables de la carencia de mano de obra. Sostienen que mejores sueldos y mayor estabilidad en el empleo harían regresar del exilio laboral a los trabajadores asturianos. No cabe duda de que la mayoría de los emigrantes no dejan su hogar por un anhelo de exploración. El éxodo siempre tiene más que ver con la necesidad que con el espíritu de aventura. Cierto que mejores salarios y contratos estables animarían a los jóvenes a permanecer en su tierra, pero la raíz del problema se intuye más profunda y compleja. Además, la sangría demográfica continúa un año tras otro hasta el punto de que los números auguran que será poco menos que imposible cubrir la oferta laboral en los próximos años. A la cruel realidad de la pirámide poblacional se añade la dificultad para conectar las necesidades de las empresas con la formación que reciben los jóvenes. Las principales firmas tecnológicas de la región, el sector con más potencial de crecimiento en la nueva economía, recurren a cursos privados para disponer de profesionales adaptados a sus necesidades. Un remiendo que les permite salir al paso, pero lejos de solucionar el problema. Los empresarios menos optimistas auguran que en poco tiempo les resultará más sencillo trasladar su negocio que completar su plantilla en Asturias.
Sin caer en la frecuente tendencia asturiana a la flagelación, no queda experto, ni a estas alturas tampoco político, que no reconozca que el precipicio demográfico por el que ha caído la región supone un colosal desafío. También existe una loable unanimidad sobre la importancia de mejorar la educación, tanto la formación profesional como la universitaria. Destacados economistas inciden además en la necesidad de reorganizar el área metropolitana para lograr que Asturias ofrezca una capacidad de atracción equiparable a la de las principales ciudades del norte de España. El informe ‘Asturias: impulso metropolitano para afrontar los nuevos desafíos’, realizado por los profesores de la Universidad de Oviedo Fernando Rubiera, Santiago Martínez Argüelles y Alberto Gude Redondo indica que solo la suma de población con una cualificación adecuada y un entramado urbano con la suficiente dimensión garantizan el desarrollo necesario para que una región resulte competitiva. Diagnósticos no faltan. Tampoco propuestas. El caso es que llegado el momento resulta poco menos que imposible el menor acuerdo sobre el modelo educativo que requiere el Principado. Menos aún para diseñar una Universidad competitiva, que hasta los analistas menos cualificados consideran necesaria para lograr el arraigo de los emprendedores y atraer nuevas empresas. Las propuestas para reorganizar el área central de Asturias han necesitado más tiempo para su redacción que para estrellarse en el muro de la política. Tras décadas de debate, aún no tenemos claro cuántos campus necesitaremos, ni siquiera dónde estarán ubicados en los próximos años, el modelo de formación profesional encalla en los problemas conocidos desde hace lustros y la construcción de un área metropolitana se intuye poco menos que imposible. Con todo, la cuestión no está en lo que se ha hecho, mejor o peor, en el pasado, asunto que ocupa la mayor parte del tiempo del debate en Asturias, sino en lo que nuestros políticos sean capaces de construir en el futuro. El drama que muchos vaticinan no es una condena inapelable, ni el éxito ni el fracaso están asegurados, aunque por el momento, lo único garantizado en Asturias es el verde.
Ilustración: Gaspar Meana