Un barco cuyo nombre evoca un mito tan antiguo como la muerte en el Mediterráneo se ha convertido en un símbolo de la dignidad y de las vergonzosas contradicciones de una Europa incapaz de defender los valores que proclama. El ‘Aquarius’ y las naves que le acompañan han salvado a 629 personas. Seres humanos tan desesperados como para jugarse la vida en la travesía que separa sus países de origen de un sueño con muchas posibilidades de acabar en el fondo del mar. La decisión de Pedro Sánchez de acoger a los inmigrantes a quienes Italia y Malta negaron un puerto de refugio ha ofrecido una solución decorosa a una crisis que mantenía a la Unión Europea ruborizada. Su gesto, tan humanitario como inteligente, ha dejado en evidencia la peligrosa falta de compasión del nuevo Gobierno italiano y ha permitido al presidente español realizar toda una declaración de intenciones con una sola decisión. El nuevo inquilino de La Moncloa quiere dejar claras las diferencias con su predecesor en materia de inmigración. Había previsto que una de sus primeras medidas fuera anunciar la retirada de las crueles concertinas de la valla fronteriza de Ceuta y Melilla que su partido ha tachado de inhumanas. Pero el rescate del ‘Aquarius’ supone un mensaje de alcance internacional. La rapidez de reflejos de Pedro Sánchez al defender el derecho a la vida por encima de cualquier debate sobre la legislación aplicable no ha encontrado más críticas que la advertencia de que su generosidad puede suponer un ‘efecto llamada’ para los inmigrantes que intentan poner sus pies en la tierra prometida de Europa. Un reproche con una réplica tan evidente que el nuevo Gobierno casi ha agradecido la posibilidad de repuesta.
Por su parte, las autoridades comunitarias han pasado de la vergüenza de doblegarse ante Italia al alivio de aplaudir el rescate español. Pero la Europa que agradece el salvavidas que Pedro Sánchez ha lanzado al agua debería cuestionarse su futuro si no es capaz de impedir que su política migratoria dependa de la misericordia del dirigente de turno. Bruselas, que aspira a ejercer su potestad de dirigir la política económica de sus socios con mano de hierro, no ha sabido defender los derechos humanos frente a la intolerancia del ministro ultraderechista Mateo Salvini. Las instituciones comunitarias asisten dubitativas a un pulso entre gobiernos sin mayor autoridad que su cuestionada moral para poner fin a esta crisis. La poderosa maquinaria europea ha quedado de nuevo atrapada en el barro frente a la intransigencia de uno de sus estados. Y la política migratoria amenaza con reducirse a una puja entre países sobre cuántos inmigrantes están dispuestos a acoger en función de las necesidades de mano de obra y de los principios de su presidente. Bruselas, tan preocupada por regular las finanzas de sus socios, debería encontrar en el ‘Aquarius’ motivos para una profunda reflexión. Una alianza forjada en poco más que una moneda no resistirá más tiempo que el determinado por los ciclos económicos. La última gran crisis ha minado su credibilidad. Uno de sus miembros más poderosos decidió marcharse cuando sus ciudadanos se convencieron de que les resultaría más rentable recuperar sus aduanas, la incorporación de nuevos socios ha quedado frenada por la imposibilidad de garantizar la estabilidad necesaria para que las costuras no vuelvan a abrirse y su pretensión de descollar entre las grandes potencias choca con las estrategias de sus estados. Si la Unión Europea aspira a que sus habitantes se sientan algún día tan parte de ella como de sus propios países deberá garantizarles antes que sus derechos tienen las mismas fronteras que el euro.