La población asturiana se reduce ante nuestras narices con la preocupante cadencia de un reloj de arena. Nuestra desdicha se refleja en el padrón. Las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística indican que en los próximos quince años el Principado perderá más de quince mil habitantes. Y lo que es peor, entre los que sigan aquí habrá cien mil personas menos en edad de trabajar. «Una barbaridad», en palabras del catedrático de Geografía Humana Rafael Puyol. La demografía dibuja un futuro geriátrico definido por la entrada en el mercado laboral de generaciones cada vez más pequeñas, marcadas por la crisis y más preocupadas –con razón– por encontrar un empleo estable que por formar una familia. En una región incapaz de ofrecer un trabajo adecuado a su formación y sus expectativas, es probable que muchos de los jóvenes que hoy se encuentran en la universidad emprendan el mismo camino que los quince mil asturianos que en los últimos años hicieron las maletas para encontrar una oportunidad en el extranjero. Solo quienes han terminado su edad laboral pueden sentir que tienen garantizado el privilegio de envejecer en su tierra. Los hogares sustentados por jubilados son los únicos en los que ha aumentado el gasto desde que comenzó la crisis, por lo que resulta fácil encontrar las causas de la diáspora asturiana. Unos se van porque no encuentran un empleo adecuado a una formación en la que invierten un tercio de su vida. Otros, porque simplemente intuyen que es probable encontrar un trabajo mejor en otra parte. Las cifras no hacen más que reflejar esta realidad. Asturias es la comunidad en la que se tienen menos hijos –1,03 por cada mujer en edad fértil– y la más envejecida: 47,5 años es la edad media de sus habitantes, cinco más que el resto. Este descenso de población, contrario a la tendencia prevista en España, amenaza como una gangrena a la economía y la sociedad del Principado.
En un territorio envejecido no queda otra que destinar buena parte de sus recursos a la asistencia social, el gasto sanitario y los servicios que su población requiere. Para invertir en políticas de crecimiento quedará lo que sobra, que cada vez será menos. Los políticos asturianos conocen bien esta realidad. Muchos de ellos aciertan a describir esta situación de manera precisa y han advertido sobre sus consecuencias con preocupantes augurios. Saben de la importancia de adoptar medidas de calado para afrontar un problema imposible de solucionar a corto plazo. A ninguno se le escapa que la demografía es el resultado de las medidas adoptadas en todos los ámbitos, desde la educación a las infraestructuras, de la política social al desarrollo tecnológico. Coinciden en la importancia de la Universidad como elemento clave para el desarrollo, pero cada nuevo título desencadena una batalla. Asumen la trascendencia de construir nuevas infraestructuras, pero en los últimos treinta años solo se han puesto de acuerdo en su necesidad. Trazan vigorosas propuestas para atraer empresas, pero la falta de consenso frena sus planes para instalarse. El cálculo electoral, que casi todo lo impregna, lleva a muchos políticos a dedicar más tiempo a endilgar a otros las culpas de lo que pueda pasar que a evitar que ocurra. Como si Asturias viviera encadenada a un anatema ante el que solo caben las explicaciones y los lamentos. Pero la demografía no es una maldición, sino una consecuencia. Solo resulta inexorable si nos empeñamos en que así sea.