El forense entró en la sala del hospital La Paz y sin miramientos gritó: «A ver, ¿quién es la víctima?». Acudía a reconocer a una joven de 21 años, que denunciaba haber sido violada y llevaba esperando tres horas junto a su madre. Antes había sido atendida por los servicios sanitarios y declarado en comisaría. Cuando llegó el juez habían pasado doce horas desde la agresión. El ‘caso de Blanca’, el nombre que ella misma ha elegido para proteger su intimidad, es el relato que Amnístía Internacional ha recogido en su último informe como ejemplo del calvario que aún puede afrontar en España una víctima de una agresión sexual. La violencia machista se ha encontrado en los últimos años con una creciente respuesta que la ha arrinconado en el espacio público. Las manifestaciones para reivindicar los derechos de la mujer, las protestas contra sentencias judiciales extemporáneas y la presión social para exigir a los políticos respuestas contundentes contra los asesinatos han transformado, para bien, a la sociedad española. Sin embargo, a poco que se indague, la realidad sonroja. La Policía, la Justicia y los equipos de atención social tienen ahora más trabajo porque las mujeres han perdido el temor a denunciar. Pero no al calvario que comienza después. Porque intuyen que bajo el aparente respaldo aún sobreviven agazapados los prejuicios y la desconfianza. Y comprueban que la buena voluntad de agentes y fiscales se estrella contra las carencias de personal y unas leyes obsoletas. En Asturias, la lacra de la violencia machista se relata con cifras desoladoras: cinco nuevas denuncias de maltrato al mes, 1.287 asturianas que viven bajo protección policial y tres víctimas mortales durante este año. Paz Fernández Borrego murió asesinada a golpes en febrero, Isabel Fuente, degollada en julio y Yésica Menéndez, acuchillada hasta la muerte en septiembre. Sus nombres han pasado a formar parte de una lista que avergüenza nuestra presunción de considerarnos civilizados.
No existen fórmulas milagrosas para frenar a los sinvergüenzas ni a los asesinos. A poco que se reúnan las recomendaciones de los expertos es obvio que como mínimo necesitamos: mejorar una educación que no sabe impedir que tengamos jóvenes que piensan que abusar es de machotes, incrementar las campañas de sensibilización para arrancar el machismo de raíz y no solo ocultarlo bajo el disimulo de la corrección, reformar las leyes para evitar que los violadores utilicen los espacios en blanco, facilitar a las víctimas apoyo legal para que la justicia no dependa de sus recursos económicos y asegurar a los tribunales y la Policía los medios necesarios. Ni siquiera con todas estas medidas y las muchas que podamos añadir tendremos ninguna garantía de erradicar a los malnacidos. Pero si nos conformamos con la indignación y el lamento, acabaremos por asumir la náusea cotidiana con la frialdad de quien pregunta por la víctima sin más interés que despachar un trámite.
Fotografía: Arnaldo García