Los augures del pasado a sueldo de los partidos andan justos de tiempo para justificar lo que no supieron impedir: el resultado de unas elecciones andaluzas que ahora todos son capaces de explicar y ninguno predijo. La mirada afligida de Susana Díaz permitió resumir en una imagen el batacazo de un partido atónito por la pérdida de su mayor feudo, una plaza que el PSOE creía inexpugnable, ahora en manos de los acuerdos entre el PP, Ciudadanos y Vox, el partido al que se intenta poner un adjetivo con la única certeza de que en cualquier caso se ha plantado más a la derecha que cualquier otro. De momento, le ha servido para conseguir doce diputados en Andalucía. Algunos han desdeñado el veredicto de las urnas con la poca sensatez de insultar a los votantes y deslegitimarse a sí mismos. Otros han llamado a la contienda, en un cálculo más electoral que beneficioso a largo plazo. La política no es una excepción al efecto de tirar de cualquier cosa por sus extremos: solo se necesita la suficiente obstinación para que el desenlace sea un guiñapo.
En cualquier caso, la mayor parte de los consultores en nómina de los partidos coinciden en señalar el cabreo de los ciudadanos como la razón de que las contiendas electorales en España se resuelvan ahora con recuentos inesperados, eufóricos para unos, pavorosos para otros. El origen de este malestar lo encuentran estos avezados analistas en la torpeza, los titubeos o el sectarismo de sus rivales. Por eso, los principales líderes políticos no han perdido ni un minuto en culpar a otros de sus resultados, que solo en la comparativa les ofrecen algún consuelo. Con honrosas excepciones de autocrítica, la capacidad de los adversarios para construir un discurso eficaz, hacer llegar sus consignas, trazar estrategias e influir en la opinión pública ha sido descartada casi de inmediato por los partidos, que se han apresurado a apagar el fuego con generosos chorros de gasolina. Reconocer la pericia del adversario no encuentra cabida en la política española. «Errar es humano, pero más lo es culpar de ello a otros». Tan vigente el aserto de Gracián como ignorado su arte para la prudencia. En poco más de 48 horas, las propuestas para salvarnos del extremismo se habían reducido a la necesidad de congelar o trocear la Constitución. Con más intolerancia que diálogo, cada cual proyecta a su medida la reforma de una casa que se nos ha quedado anticuada, sin duda, pero que nos ha permitido vivir juntos una larga temporada sin liarnos a tortas por los pasillos. Antes de tirar las puertas o tapiar las ventanas, quizás convendría que nuestros políticos calibrasen las consecuencias. Incluso de su éxito.