No fue una comparecencia parlamentaria el último mensaje de Tini. Los ciudadanos hablaron por él en un adiós del que fueron protagonistas por encima de los honores institucionales. Tomaron la palabra, muchos con un respetuoso silencio, quienes le conocían de sus rutinas, asistieron a sus clases, acudieron a su despacho a quejarse o se sintieron atendidos por las decisiones que adoptó. Los asturianos despidieron a un político que tuvo aciertos y errores -quede para la balanza de cada cual la dimensión de ambos-, pero que hizo de la política su vida y dejó con sus políticas una profunda huella en la vida de Asturias. Su capilla ardiente permitió a quienes le estimaban expresar sus sentimientos, arropar a su familia, recordar su vida y compartir el duelo. Pero el funeral laico de quien creía más que nada en las personas, quedará en la memoria como un multitudinario acto de reconciliación con la política. En una época de descrédito de la militancia y los partidos, la muerte de Areces nos ha recordado que la política también se puede dejar entre aplausos o al menos con el respeto ganado por la dignidad con la que se desempeñan los cargos. El servicio público no exige infalibilidad, ni siquiera clarividencia, pero sí la convicción de que un político se debe a quienes le votan. Fue lo que reconoció la ovación que despidió a su féretro.
El fallecimiento de Vicente Álvarez Areces ha servido para recordar tiempos políticos vertiginosos, de una transición incierta, incipientes partidos y esperanzas desbordadas. Una época en la que los políticos anhelaban demostrar lo mucho que podían hacer y afrontaban por la vía de los hechos lo que luego se llamó consenso. Aquellos años, algunas veces cuestionados, otras edulcorados, nos dejaron la medida para valorar a nuestros políticos, que evolucionaron, se profesionalizaron y en muchos casos se distanciaron de la sociedad a la que debían representar. Por acción y omisión de sus protagonistas, la política ha pasado de digna aspiración a una ocupación sospechosa. Una actividad transitoria e intrascendente. Ahora se llevan los mensajes concisos, enardecidos y volátiles. Los discursos no se conciben para atraer a los indecisos, sino para movilizar a los convencidos. Pocos políticos, no importa el partido, son capaces de evitar el efecto gaseoso de desvanecerse más allá de la apariencia y las ocurrencias. Resultan cada vez más efímeros porque tras la efervescencia de las campañas, ganen o pierdan, acaban por diluirse. Por eso las excepciones son tan valiosas. Que un político consiga el reconocimiento de los ciudadanos al final de su trayectoria supone un legado para todos los partidos. Un regalo.
Fotografía: José Simal