La figura del relator apenas ha sobrevivido una semana. No ha dado tiempo a saber si se trataba de un taquígrafo, un notario o un mediador internacional. Si Pedro Sánchez intentaba tender un puente para dialogar con los independentistas y salvar los presupuestos con una maniobra conciliadora, el resultado ha sido un desastre. Ni siquiera los suyos estaban preparados para respaldarle. En tres días, la oposición había organizado una manifestación, sus barones territoriales una rebelión y sus partidarios ni siquiera tenían claro qué defender. El relator ha terminado en la misma papelera a la que se encaminan unas cuentas sin las que el Gobierno ve agotarse la legislatura con la imparable cadencia de un reloj de arena. El relator se ha quedado en una bronca política desgarradora y para la muy española afición por los juegos de palabras. Ha sido defenestrado entre un clamor de críticas de la derecha, pero no desde la oposición. Ni siquiera por la amenaza de una nueva fractura en el PSOE. Fueron los propios independentistas quienes guillotinaron al relator con la exigencia de un inadmisible referéndum anticonstitucional. De nuevo, los últimos y los únicos en reír.
La principal diferencia entre los partidos democráticos, de izquierda o derecha, y el fanatismo de Quim Torra es que el presidente catalán sabe cuál es su camino. Lo mismo le sirve atar la cuerda a un árbol que soltarla de golpe. Su objetivo es que la democracia acabe agotada o por los suelos. Mientras sus trampas agranden la brecha entre los partidos, agudicen la crispación y le faciliten el victimismo, el independentismo avanza. El desencanto y la tensión son los principales ingredientes de su discurso electoral. Cuanto peor, más cerca de conseguir lo que desean. Por su parte, el Gobierno ha decidido congelar el diálogo y asume que «el tiempo de la legislatura se acorta». Las concentraciones convocadas por la derecha, el juicio del ‘procés’ y la votación de los presupuestos parecen los últimos pétalos que le quedan al Ejecutivo por deshojar antes de convocar elecciones. Los partidos han comenzado a aprovisionarse para una larga marcha hacia las urnas. Si hasta ahora no han encontrado tiempo ni manera de resolver la mayor crisis territorial de la España democrática, la campaña electoral no parece el momento más propicio para afrontar un desafío que durante años se ha alimentado del pulso con el resto de España. Mejor pronto que tarde, convendría que nuestros políticos se plantearan si la permanente división, las guerras por cuenta de cada uno, los continuos bandazos y el empeño en sacar tajada electoral nos han llevado a algún sitio que no fuera un muro o un precipicio. El independentismo tiene clara su estrategia. En la otra parte, casi cada cual se empeña en su propia táctica. Y así nos va.