En 1996, el físico Alan Sokal expuso al aire las vergüenzas de la postmodernidad con su artículo ‘La transgresión de las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica’. Un título rimbombante para un texto que básicamente recogía una sucesión de párrafos incoherentes, aunque biensonantes, copiados o inventados, que no aportaban nada. Sin embargo, el trabajo fue publicado por la ‘prestigiosa’ revista de la Universidad de Duke ‘Social Text’. Con un engaño que ruborizó a la comunidad científica, este profesor demostró una teoría tan preocupante como evidente: lo sencillo que resulta colar un discurso vacío cuando resulta agradable al oído. El científico de Boston se ganó el rencor de no pocos colegas y por lo que parece la admiración de muchos políticos. Escarmentados, aunque no del todo, del riesgo de mentir, los partidos han encontrado en la estrategia de Sokal un alivio para las verdades inconvenientes. La política se ha agarrado a la delicadeza del eufemismo y al léxico emocional para ayudarnos a superar los baches de la realidad. La prédica de la postverdad se construye con mentiras rotundas y verdades edulcoradas en eslóganes de 140 caracteres. Más fáciles de digerir, memorizar y compartir.
Los políticos españoles no han sido una excepción a esta regla. Se han aplicado a concebir definiciones melifluas e idear nuevos términos hasta convertir la realidad de los charcos en los que ellos mismos se meten en el escenario del que tanto les gusta hablar. Así, hemos vivido como una desaceleración la mayor crisis económica en lo que va de siglo, las amnistías fiscales han pasado a denominarse planes para incentivar la declaración de capitales, la factura de la sanidad pública se ha rebautizado como tiquet, los despidos se llaman regulaciones, las privatizaciones, externalizaciones, y los recortes, reprogramación de la inversión. Incluso el divorcio parece más llevadero cuando se presenta como un cese temporal de la convivencia. Ningún ámbito de la gestión pública se escapa a la amable perífrasis. Las autoridades han dejado de matar lobos para no herir nuestra sensibilidad. Los cánidos salvajes son ahora ‘extraídos’ de las zonas donde causan daños dotando a la operación de pegarles un tiro de una definición de altura quirúrgica. Los incendios se catalogan como fuegos en seguimiento para no decir que aún están activos y los enfermos tienen un pronóstico reservado, lo que si no fuera una pretendida ambigüedad debería preocupar al propio paciente. De tanto abusar de ellos, algunos términos han quedado desgastados. Ya no aguantamos hablar de reconversiones, que nacieron para hacer más llevaderos los cierres. Hay quien teme que ahora pasen a llamarse transiciones.