La Iglesia vive un calvario. El imparable goteo de denuncias por abusos sexuales ignorados y ocultados durante décadas llevó al Papa a convocar una conferencia sin precedentes. Aunque tibio para muchos, el Vaticano entonó el ‘mea culpa’ y fijó una nueva doctrina. El Pontífice ha pedido «acción». Ya no sirven «simples y obvias condenas, sino medidas concretas y eficaces». Sus palabras marcan un nuevo tiempo. Y han tenido su efecto. Los padres del colegio de la Compañía de Jesús en Logroño se encontraron en su página web un comunicado en el que se les informaba de que su superior en La Rioja había sido apartado de cualquier contacto con jóvenes tras ser denunciado por abusos a una menor cuando era profesor en Gijón. El escrito, que citaba al religioso con nombres y apellidos, recordaba la política de «tolerancia cero» que la orden ha asumido. Un día después, los jesuitas anunciaban un servicio de atención a las víctimas, casi una invitación a la denuncia.
La manera en la que los jesuitas han decidido abordar las denuncias por abuso sexual ha sorprendido a muchos, incluso dentro de la propia Iglesia. Como en cualquier otra institución, cada cual tiene su opinión. A estas alturas, ningún religioso se atrevería a defender la nefasta política de encubrimiento. Pero aún quedan partidarios de adoptar medidas dentro de los claustros y los colegios sin someterlas al juicio de los tribunales y menos aún de la opinión pública. El portavoz de los jesuitas, Antonio Allende, ha dejado claro que no comparten esta postura: «La Compañía de Jesús no tapa ni cubre ningún abuso. No tenemos una política de defensa, sino una política de poner delante de todo a las personas que hayan podido sentirse abusadas en nuestros centros». Parece lógico. Pero en muchos casos, no era lo que ocurría en los colegios religiosos. Las denuncias que ahora salen a la luz desvelan la soledad de las víctimas, acalladas por las apelaciones a salvaguardar el buen nombre de las instituciones. La mayoría renunciaba a denunciar convencidas por la promesa de una justicia interna que pondría fin a la situación sin escándalos. La reputación, antes que la verdad. Los acosadores eran amonestados. En el mejor de los casos, relegados al ostracismo con un oportuno traslado. En ocasiones, no era el agresor, sino la víctima, quien terminaba por abandonar el centro y apartarse de la Iglesia, desengañada tal vez no tanto por lo ocurrido como por la disonancia entre los valores que le inculcaban y el trato que recibía. El discurso de los jesuitas intenta acabar con esta venenosa contradicción. La nueva actitud que preconizan supone una garantía para los padres. La verdad no perjudica a su prestigio, al contrario, merece confianza.