Los principales líderes políticos debatirán dos veces en la última semana de campaña –«qué remedio», palabras de Pedro Sánchez– después de enfangarse en una batalla que ha dejado en evidencia algunas estulticias de nuestros usos electorales. Los debates están condicionados por el criterio de la Junta Electoral, que no solo establece las condiciones para la aparición de los partidos en los medios públicos, también en los privados. Según su dictamen, cualquier cadena debe seguir las mismas pautas para organizar un debate que la Televisión Española que pagamos entre todos. La única diferencia es que el tiempo de los informativos de un ente público no puede reflejar el buen criterio de sus profesionales, sino los resultados de las anteriores elecciones. La resolución de la Junta Electoral, tan inconcreta que solo se limitó impedir la inclusión del candidato de Vox, pero que no sirvió a los partidos que recurrieron para ganar ni un minuto de pantalla, tal vez ha tenido más efecto en la campaña que el debate a cinco que ha prohibido. La prueba es que el partido de Santiago Abascal, aunque no lo reconozca, está encantado con la inyección de notoriedad. La presidenta de RTVE, Rosa María Mateo, se ha dejado por el camino buena parte de su presumida y obligada imparcialidad. Y el presidente del Gobierno, que solo había aceptado un combate a cinco para mostrar a la derecha ‘tripartida’, tendrá que participar ahora en lo que considera «una anomalía» para que no le acusen de dejar a los españoles sin debate.
El esperpéntico chalaneo que ha terminado con una especie de debate de ida y vuelta, un pulso entre televisiones y unas cuantas vergüenzas a la vista ha sido hasta ahora la principal polémica electoral de esta campaña. Lo que en sí mismo ya dice unas cuantas cosas. Entre otras, el perfil de mínimo riesgo con el que la mayor parte de los partidos afrontan las citas electorales, incluso cuando las encuestas les aprietan. Cierto es que se han prodigado en opiniones altisonantes y descalificaciones en abundancia, aunque nada muy distinto de lo que ha sido la política española durante el último año. Los partidos diseñan sus campañas para no cometer errores más que para sumar votos. Los actos de campaña se encorsetan para repetir el mismo guion en Asturias y en Sevilla, lo que acaba de reducir el interés al escenario y los tropiezos. Del resto se ocupan nutridos equipos encargados de concebir la docena de mensajes que todo candidato debe aprender como la tabla de multiplicar. Por eso, muchos políticos solo aceptan debatir cuando la penalización por negarse supone un riesgo a tener en cuenta. Aunque a muchos nos parezca que presentar su programa a los ciudadanos, confrontar sus ideas con las de los adversarios y defender sus propuestas allá donde tengan oportunidad es consustancial a la responsabilidad de pedirnos el voto, muchos de ellos no lo ven así. Por eso, algo tan normal, necesario y obligado como un debate parece todo un acontecimiento.