Fernando Villarroel, vecino de Cangas de Onís, es un asturiano famoso a su pesar. El propietario de un establecimiento de turismo rural le denunció por exceso de ruido. Los ‘kikirikis’ de sus gallos a 72,4 decibelios, puntuales con el sol, molestaban a los huéspedes. Las mediciones de la policía local constataron que el ímpetu de los pitos superaba lo permitido por la normativa vigente. Como las aves no admiten programación ni razonamientos a la hora de cacarear, de aplicarse la ley solo le queda sacrificarlas. Un vídeo realizado por el ganadero ‘youtuber’ Nel Cañedo, que señaló la disputa como un ejemplo de la ignorancia urbanita, ha contribuido a popularizar el asunto. Y tal vez a enredarlo. Al parecer, el dueño del negocio turístico está dispuesto a denunciarlo por llamarle «sinvergüenza y caradura». El pastor sostiene que el hotel debería instalar unas ventanas aislantes en lugar de empeñarse en amoldar su entorno a las pretensiones de sus clientes.
La batalla desencadenada por unos gallos ha dado para incontables chascarrillos, parodias, fotomontajes y cuchufletas. También para comprobar la enorme distancia que separa la idílica concepción urbana del campo de la realidad que viven los pocos que aún se atreven a confiar su futuro a un rebaño de vacas. A los ganaderos se les ensalza como símbolo de un modo de vida que contribuye a conservar tradiciones, parajes y productos que reivindicamos con orgullo. Ningún lugar mejor para huir del estrés que una coqueta casa rural con las mayores comodidades, donde nos instalamos con nuestros prejuicios. Queremos un campo ecológico, sostenible, bucólico y agradable. Y no entendemos el empeño autóctono de colgarles un cencerro a las vacas, esparcer el cucho, soltar los perros o permitir que un gallo cante cuando se le pone en la cresta. Los ganaderos llegan a sentirse «indígenas» expuestos a la cámaras y las críticas de cualquiera que pasa por su pueblo. Muchos de ellos ni siquiera entienden que llamemos autenticidad a un modelo de ocio que pretende rodear de verde las comodidades de la ciudad. El desarrollo del turismo rural, loable, modélico y vital para nuestra economía, no ha sabido integrar a muchos de los que han labrado con sus manos los paisajes que tanto nos gusta fotografiar. Lo único que han percibido muchos ganaderos es la multiplicación de normativas, el cierre de explotaciones y el avance del matorral. Las encantadoras ovejas que sirven de decorado exterior de algún hotel para garantizar la cuota de ruralidad ante la emigración del vecindario acaban por suponer un irónico ejemplo de esta asincronía que lleva a las administraciones a ensalzar el campo e ignorar las quejas de sus habitantes. Y a legislar a troche y moche para conservar una naturaleza donde los paisanos se sienten una especie en extinción.
Fotografía: Mario Rojas