Una sociedad que mata a sus profesores es una sociedad enferma». El certero comentario del juez de menores de Granada Emilio Calatayud sobre la muerte de David Carragal en Oviedo dirige nuestra mirada al trasfondo de un homicidio sobrecogedor. Según recoge la investigación, un joven de 18 años golpeó al profesor pixueto tras una discusión intrascendente. Jorge Cue se reconoció autor de una patada que «no midió». Y luego salió corriendo. La Policía cree que decidió entregarse cuando se sintió acorralado. Su abogado alega que no fue consciente de la gravedad de lo ocurrido y que el fallecimiento de David se produjo más por el choque contra el suelo que por la agresión. Desde el punto de vista legal, no cabe otra estrategia de defensa si pretende reducir la posible condena a una pena por un homicidio imprudente. El argumento que subyace en esta explicación de lo ocurrido es que la muerte se produjo de manera accidental. Pero en el caso de una patada no queda margen para lo involuntario. Por eso cuesta tanto digerir la tesis de la inconsciencia. Que alguien crea que todo lo que ocurra después de golpear a un semejante es una consecuencia fortuita, más allá de la calificación penal, conduce a una conclusión estremecedora: la violencia es, hasta cierto punto, asumible en función de sus resultados. El mismo argumento que utilizaría un niño incapaz aún de analizar la moralidad de sus actos más allá de sus consecuencias. David Carragal falleció por la falta de sentido común y de unos valores que deberían impedir a cualquiera, sobrio o ebrio, soltar un puñetazo. Antes que del golpe, el joven profesor pixueto fue víctima de la falta de educación. No cabe paradoja más triste.
Cierto que las agresiones de esta gravedad no son frecuentes en nuestra sociedad. Esta evidencia ni sirve de consuelo ni justifica la despreocupación. En primer lugar, porque la pérdida ha sido tan irreparable que confortarse con la estadística avergüenza. Y más allá de esta conclusión para la que solo se necesita un mínimo de humanidad, la capacidad de nuestra sociedad para producir individuos con este comportamiento no debería resultarnos indiferente. «La vida no puede ser un videojuego en el que los asesinos no tienen castigo». La angustiosa petición de justicia de la familia de la víctima expresa lo que muchos opinan, que algunos jóvenes equiparan la ficción con la realidad hasta el punto de considerar que las agresiones no son más que una parte del entretenimiento. Y además de una estupidez, es síntoma de enfermedad. Tanto como algunas justificaciones.
Fotografía: Mario Rojas