La Universidad de Oviedo ha regresado al selecto grupo de las quinientas mejores del ‘ránking de Shanghái’. Solo en 2003, la primera vez que se publicó esta prestigiosa clasificación que las instituciones académicas utilizan como tarjeta de visita en el mundo, la Universidad asturiana logró situarse tan alto. Después, llegaron 16 años durante los que la publicación de esta lista solo servía para fustigar al Rectorado durante unos cuantos días. En esta ocasión, el temido estudio ha servido para demostrar que en las aulas universitarias asturianas, en contra de lo que se dice con frecuencia, abunda la materia gris. Y el rector, en lugar de justificarse, ha podido reivindicar un logro «prácticamente milagroso». Después de toda una vida en la Universidad, Santiago García Granda sabe muy bien que conviene recibir con cautela los éxitos y los fracasos de estas clasificaciones internacionales. Pero el orgullo académico ha sido vapuleado en tantas ocasiones que esta vez el rector casi se ha visto empujado a recordar «el papel que tiene la Universidad y que a veces no se nos reconoce».
Hace menos de un año, Santiago García Granda tuvo que comparecer para anunciar un «presupuesto de supervivencia» para 2019. Tras haber superado la regla de gasto, los responsables de las cuentas universitarias tuvieron que justificar hasta el último euro y aplicar ajustes que, en el alma del saber, rozan el esperpento. El drama de la autonomía universitaria es que puede pensar y opinar lo que quiera hasta que llega el momento de decidir. En ese instante, su capacidad queda en manos de los políticos, responsables de fijar el precio de las matrículas y facilitar el presupuesto necesario para que la Universidad no regrese a los tiempos, no tan lejanos, en los que echaba el candado en agosto para ahorrarse las facturas de la luz y la limpieza. La realidad demuestra que al Rectorado le queda más el derecho de veto que la capacidad de decisión, pero así son las cosas.
Por más que el Principado haya aumentado su aportación de fondos, la cuantía que destina al gasto de personal apenas alcanza para cubrir el 80% de las nóminas. Esto no impide que cada vez que se aborda el debate sobre el futuro de la región más envejecida de España, el primer lugar al que mira todo el mundo sea la Universidad. Políticos, empresarios, académicos y cualquiera que tenga un mínimo de sentido común sabe que a poco podrá aspirar cualquier autonomía si su Universidad no tiene capacidad para atraer a los jóvenes, retener el talento, fomentar la innovación, amparar a las empresas y contribuir al desarrollo regional. Las opiniones coinciden. Pero en la práctica, el dinero apenas da para ir tirando, la burocracia bloquea casi por completo la posibilidad de sumar nombres de prestigio y las nuevas titulaciones acaban supeditadas a demasiadas conveniencias. Antes de pedirle a la Universidad que garantice una formación de calidad a precios razonables y que al tiempo nos salve de casi todo, tal vez convendría que los mismos que ahora exaltan su relevancia fueran capaces de acordar un plan de desarrollo que se anticipe al futuro, trace la evolución de los campus, acabe con su cenagal administrativo y garantice la financiación necesaria para asegurar el tránsito entre los deseos y los hechos. Con un nuevo catálogo de titulaciones en marcha y un Gobierno regional con todo su mandato por delante no cabe mejor momento.
Fotografía: Damián Arienza