Y de repente, Arcelor comenzó a utilizar un lenguaje inusual en una multinacional. Más propio de un drama de acción que de la mayor siderúrgica del mundo, con 200.000 empleados y negocios en 60 países. La compañía se ha declarado en situación de «emergencia total, en modo supervivencia». Sus plantas asturianas, con importantes pérdidas en el primer semestre del año y un horizonte nada halagüeño para los próximos meses, afrontan una política de paros programados para capear una tormenta sobre la que los meteorólogos de la economía llevan meses avisando sin conseguir que Europa abra de una vez, y de verdad, su paraguas. La división de largos vive, en palabras del consejero delegado del clúster de Asturias de Arcelor, Oswaldo Suárez, una situación «desesperada». Este ejecutivo no encuentra en su memoria precedentes de una situación similar desde que Lakshmi Mittal se convirtió en el principal accionista. Los sindicatos confían en que las dificultades originadas por la reducción de pedidos y fiabilidad de plantas sean coyunturales. Ojalá.
Pero no es solo la demanda de acero lo que ha cambiado. Son las reglas del juego. Estados Unidos ha establecido una política de proteccionismo y guerra comercial sin cuartel que no conviene reducir a los aspavientos de Donald Trump en las redes sociales. China ha comenzado a dirigir su producción hacia una Unión Europea cuya mecánica administrativa tarda meses en ofrecer respuestas incompletas y a veces torpes por más que algún europarlamentario intente justificar su sueldo contándonos otra cosa. El ‘Brexit’ será duro porque a estas alturas de una caótica negociación ya solo cabe sufrir para llegar a un acuerdo. Y la gran locomotora germana ha perdido tanto fuelle que su plan de 54.000 millones para afrontar el cambio climático parece más un ‘sálvese quien pueda’ convenientemente aferrado al medio ambiente. Con todas las condiciones para la tormenta perfecta formando ya nubarrones, tal vez convendría que las administraciones preparasen algún plan de contingencia o al menos se comprasen un buen chubasquero.
Cierto que las advertencias de Arcelor también pretenden ejercer la presión suficiente para que Bruselas aplique al fin los aranceles ambientales al acero de saldo chino y turco, fundido a costa de más contaminación y sueldos míseros. Pero esta nueva manera de dirigirse a la Administración no es fruto de una calentura ni de una estrategia improvisada. Responde también al nuevo mundo en el que la industria europea deberá luchar para sobrevivir. Ninguna de las grandes potencias internacionales ha llegado tan lejos para regresar al punto de partida. Ni los cambios sociales y económicos de lo que se ha dado en llamar transición energética se limitarán a una moda. La gran industria europea se ha visto obligada a iniciar una travesía para la que no estaba preparada y en la que no existe marcha atrás. Su futuro no depende de la capacidad de los ministros de turno para salvar una empresa aquí y otra allá con un remiendo certero. Los países comunitarios deben decidir primero qué industria desean y desarrollar las políticas necesarias para conseguirla. Todos, con España a la cabeza, señalan a la innovación, confían en el conocimiento y defienden la tecnología para lograr una industria competitiva, sostenible desde el punto de vista ambiental, socialmente responsable y, por supuesto, rentable. Pero eso no se logra con discursos.
Fotografía: José Simal