La política de esta España en funciones grita desaforada consignas a la búsqueda del minuto de oro, el titular de impacto y la repercusión facilona en las redes sociales. En una constante campaña emocional, la reflexión e incluso la verdad, han quedado aparcadas con tal de enardecer a un electorado hastiado. El temor a que los sufridos votantes decidan quedarse en casa ha incendiado los discursos con los que los líderes de nuevo cuño se desgañitan para hacerse oír en el tumulto que ellos mismos han provocado. Y así se acaba por hablar de las trece rosas violadoras, el temor a las iglesias en llamas, la traición a la patria, la revancha nacional y estulticias similares. Este populismo depauperado hace tiempo que se olvidó de buscar ideas para proclamar ocurrencias cuando no sandeces. Con él, cualquier lugar de encuentro entre los partidos se hace imposible, ni siquiera en el texto constitucional que, por cierto, la mayor parte de nuestros políticos han jurado o prometido cumplir. Aquí en el terruño patrio, la realidad reconforta y preocupa cada día a partes iguales, aunque al menos sirve de contraste contra los excesos verbales. Pero angustia preguntarse qué verá el mundo cuando de verdad importe cómo nos vea.
En un contexto internacional cargado de tensión por el drástico cambio de políticas de las grandes potencias, con una economía en constante reconversión y una Unión Europea que ha visto, por primera vez en su historia, como uno de sus miembros destroza la puerta de salida en lugar de suplicar la entrada, España añade sus propios desafíos. Y no pequeños. El más inmediato, una sentencia judicial, inevitable y necesaria, pero cuyas consecuencias intimidan.
Muy despreocupado habría que ser para no temer lo que pueda ocurrir después de que los jueces dicten sentencia sobre el ‘procés’. Más aún tras las inquietantes detenciones que nos alertaron de que a pesar de todo lo sufrido en este país por la violencia terrorista, todavía es posible fabricar imbéciles capaces de poner una bomba. Debería preocuparnos cómo nos perciben ahora en el contexto internacional. No vaya a ser que descubramos, de nuevo consternados, que cuando nos toque defendernos de la intolerancia, la violencia y el totalitarismo media Europa nos abandone. O que nos encontremos con que nuestros socios prefieran proteger a un prófugo que instó a la secesión antes que entregarlo para que sea juzgado. No debería extrañarnos que en la UE, existan líderes, créanlo, que verían con agrado la huida de Carles Puigdemont a un país sin extradición con tal de quitarse de las narices el problema español. Es la consecuencia de acallar a gritos la voz del Estado. Hacemos mucho para merecer su recelo. Por más que el Gobierno haya encargado una campaña internacional para fortalecer la imagen de España como un país democrático, moderno y confiable, muchos de nuestros políticos, de izquierda a derecha o en el orden que deseen, no necesitan más que un micrófono para demostrar, un día sí y otro también, que son capaces de romper a martillazos los cimientos de nuestro país.