Los restos de Franco, que acabó enterrado en un mausoleo junto a sus víctimas, serán trasladados del Valle de los Caídos al cementerio de Mingorrubio antes del 25 de octubre. La familia del dictador, que ha intentado frenar la exhumación con todos los recursos a su alcance, será avisada con 48 horas de antelación por si desea asistir al acto. Seguro estará la ministra de Justicia, «como notaria mayor del Reino», y un amplio despliegue policial por si a los que se llama generosamente ‘nostálgicos’ les da por ponerse violentos. Opiniones hay de todo tipo. Hay quien critica el oportunismo del desentierro, convencido de que remover el pasado no traerá nada bueno. Alegan otros que no conviene reabrir la herida de las dos españas que tanto costó cauterizar. E incluso se ha escuchado a quien sostiene que sacar los restos solo servirá para que algunos jóvenes españoles, que apenas han oído hablar del hombre que se autoproclamó caudillo por la gracia divina, acaben aún más alejados de una clase política que les habla de cuestiones del pasado en lugar de preocuparse por su futuro. Al margen de lo nocivo que resulte para un país este elogio a la ignorancia de quien ve positivo reducir el conocimiento de la dictadura a un general al parecer con afición al café, el hecho es que no son pocos los que piensan que a estas alturas más valdría olvidar a Franco donde está que sacarlo de nuevo a la superficie.
El Gobierno dice actuar en nombre de otros muchos españoles que llevan 44 años esperando la justicia de acabar con un monumento consagrado a un dictador. Para quienes ochenta años después del final de la guerra aún no saben ni dónde ir a llorar a sus familiares, acabar con el culto a la personalidad del responsable de su sufrimiento supone al menos una reparación histórica, el fin de la última humillación de un régimen en el que personajes como Queipo de Llano prometían por la radio sacar de sus tumbas a los enemigos muertos para darse la satisfacción de poder matarlos de nuevo. Quienes defienden la aplicación de la Ley de Memoria Histórica con el fin de reconocer el sufrimiento de las víctimas de la represión durante la guerra civil y el franquismo, han celebrado la sentencia del Tribunal Supremo que ha tumbado de un plumazo todos los recursos de la familia Franco. Para ellos, el riesgo que algunos ven en reabrir la lucha de los dos bandos, no es más que una excusa para no restablecer la dignidad de quienes durante cuarenta años fueron tachados de traidores, indignos de una sepultura con nombre. Ellos también tienen claros sus deseos, tanto y más que quienes rechazan la exhumación. Unos y otros pueden expresarlos en público sin miedo. Es una de las maravillosas ventajas de vivir en una democracia, en la que la libertad de expresión no es un privilegio, sino un derecho natural. Donde no sobra ninguna opinión, aunque sí algunas actitudes. El prior del Valle de los Caídos ha dicho que está dispuesto a evitar que se cumpla la sentencia. Sencillamente, no está de acuerdo con ella. A su juicio, la ley que sustenta la resolución judicial solo responde a «venganzas del pasado». El religioso amagó con el desacato y amenazó con impedir la entrada a la basílica y el acceso a la sepultura. De todo lo dicho y hecho, su postura, que no dista mucho de la que Puigdemont sostuvo cuando la justicia le recordó lo que significa un estado de derecho, es la única inadmisible. Cuando una democracia permite que cualquiera abandone la ley por la fuerza, sus cimientos se tambalean. El riesgo de que esto ocurra es lo que de verdad nos conviene no desenterrar.