Se fue volando Franco a otra parte, lo que muchos le desearon en vida, 44 años después de muerto. La salida de su féretro a hombros de su familia, con la que se quiso reflejar que el cadáver del dictador abandonaba su panteón como cualquier hijo de vecino, tuvo no obstante un tinte ‘berlanguiano’. Cuando la dictadura sepultó a su líder con boato, nadie se hubiera atrevido a imaginar que algún día se completaría el entierro con una retransmisión en directo de 22 cámaras. Un cura fuera de tiempo y de lugar, un golpista irredento y unos nietos quejándose de ‘la dictadura’ de la democracia. Un helicóptero del Ejército para transportar el féretro, una ministra de justicia circunspecta, unos militares que evitaron cruzarse con el ataúd para no tener que saludar a los restos del general y una suerte de nietas políticas ondeando una bandera preconstitucional. Tal vez nada fue del todo normal porque tampoco podía serlo de ninguna manera. Incluso el presidente del Gobierno aportó su guiño a la historia con sus palabras. El remedo del último parte de guerra con el que Pedro Sánchez inició su discurso dejó clara su intención de sellar para la posteridad la victoria final de la democracia.
El vuelo del ‘Cougar’ con los restos del dictador escribió una página histórica y ofreció a los partidos argumentos para resucitar una campaña electoral en la que poco pueden añadir a lo dicho hace seis meses. La exhumación fue para unos demasiado honrosa para un tirano. Un ‘show’ para otros. Un paso más «hacia la reconciliación» para un Gobierno satisfecho de haber terminado con un símbolo; un despliegue electoralista, a juicio de la oposición. Más reconfortante hubiera sido cierto consenso sobre el momento y las formas. Un poco más de política de Estado y menos discursos de campaña habrían enderezado un poco los renglones escritos por España para el capítulo con el que al fin ha dejado de ser el último país occidental que mantenía un lugar de culto a un dictador. Al menos consuela pensar que la democracia ha pasado página con un debate político imposible en otro tiempo. El peligro para nuestras libertades no está ahora en el panteón de Mingorrubio ni en la caja de zinc con la que la dictadura quiso preservar a su caudillo. No es ahora el ya inocuo general el que llama perros a los policías que defienden la legalidad, envía camorristas con palos a las calles y cierra universidades. El totalitarismo más temible no es el que está enterrado, sino el que amenaza con nacer. El nuevo fascismo, alimentado por un cóctel ideológico tan simplón como por desgracia eficaz en el que no falta el nacionalismo irracional, el agravio, el desprecio por la ley, la justificación de la violencia y la manipulación como estrategia, no es un peligro superado. Y no hace falta remontarse mucho en la historia para encontrárselo.