Ni siquiera David Peoples, que concibió cosas increíbles más allá del hombro de Orión, se hubiera atrevido a escribir el guion de la película para la que nos han vendido entradas tras las elecciones generales. Lo insoluble se hizo factible en una reunión de una hora. Las rupturas irreparables acabaron en un efusivo abrazo, un gobierno en ciernes y un país atónito que se preguntó, con el más castizo sentido común, para qué necesitaron tantas alforjas. La nueva política ficción, de gestos grandilocuentes y certezas efímeras, ha perdido el carácter predecible de la lógica, sustituido por el instinto de supervivencia. La reconciliación entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias no fue la única decisión precipitada por las elecciones. Todo el mundo sabía que Ciudadanos perdería votos, pero no tantos como para situar a una nueva altura el listón del descalabro. Albert Rivera hizo lo que debía, no lo acostumbrado, y presentó su dimisión para «ser feliz» en otra parte. El candidato que se hizo un hueco con la promesa de actuar de bisagra, perdió buena parte de su público cuando puso un cerrojo al diálogo para asaltar la plaza del PP, un atolladero donde los populares ya se daban codazos con Vox. Reducido Ciudadanos al papel de quinta fuerza política en el Congreso, Inés Arrimadas necesitará muchos aciertos para resucitar un partido antes amenazante y ahora apetecible para sus adversarios. Pablo Casado ha avanzado, pero no tanto como para sentirse libre de hacer lo que le dé la gana sin mirar de reojo a Santiago Abascal, cuyo partido ha crecido tanto como algunos temían y más de lo que muchos esperaban. Descontada la derrota, ambos ven los resultados electorales como una oportunidad de conducir a la izquierda al despeñadero.
Mientras la derecha parece decidida a sentarse a esperar el paso de las pompas fúnebres, el gobierno sin carteras de Pedro y Pablo echa las cuentas de la compleja operación para conseguir los apoyos y abstenciones que necesita. Partidos antes desdeñados, algunos con un solo escaño, resultan ahora imprescindibles. Y en una paradoja casi perversa, el independentismo tiene en su mano la posibilidad de decidir el futuro de un país del que pretende separarse. En el endiablado tablero de triles y celadas con el que se empeñan en jugar nuestros políticos, la demoscopia pesa más que la razón. Pedro Sánchez no puede permitirse otra convocatoria electoral con el riesgo evidente de abrir la puerta de la Moncloa a Casado, Podemos tendría difícil explicar que abrazar al PSOE no le ha servido de nada y el independentismo tendrá que sopesar si se arriesga a sustituir a un líder dispuesto a dialogar por otro convencido de que la única solución para Cataluña es hipotecar su autonomía sin fecha de vencimiento. Pedro Sánchez tendrá que convencer a ERC de lo poco que le conviene este cambio. Con todo, un acuerdo de mínimos, que exigirá una negociación compleja y un desgaste inevitable, solo será el preludio de un mandato cargado de dificultades. Una legislatura más difícil que ninguna otra y que dejará claro si nos encontramos ante los estadistas que todos prometieron ser para pedirnos el voto o ante políticos sin otra aspiración que perpetuarse en el tiempo.