Las cifras oficiales recogen que 51 mujeres han sido asesinadas este año por sus parejas en España. Sobre estas mujeres reconocidas como víctimas de la violencia de género, dicen las estadísticas que la mayoría eran españolas, que el 60% no había presentado denuncia y eran las madres de 43 niños. El cada vez más detallado análisis oficial indica que en nuestro país, las víctimas de maltrato tardan una media de ocho años en presentar la primera denuncia, que la inmensa mayoría de las víctimas tienen entre 18 y 45 años y que las palizas tienen poco que ver con los ingresos económicos o el nivel de formación. La brutalidad golpea a todas sin distingos. Gracias a todos los informes elaborados desde que comenzó la estadística gubernamental en 2003, cada vez más exhaustivos y sistemáticos, sabemos que desde esa fecha más de un millar de animales han matado a las mujeres con las que habían convivido.
Los últimos datos sobre las denuncias presentadas también reflejan un alarmante aumento de los casos de acoso, agresiones sexuales y violencia protagonizados por niños que aún no han cumplido los catorce años, lo que dificulta sobremanera cualquier sanción. En palabras de la fiscal general del Estado, esta circunstancia provoca un «efecto contagio». Dicho sin tecnicismos, cada vez más adolescentes españoles están convencidos de que violar y apalear a las mujeres les sale más barato cuanto más joven, así que se apresuran a portarse como canallas lo antes posible.
Cuantificamos el problema, pero a estas alturas del siglo XXI ni siquiera hemos logrado suficientes argumentos para confiar en que que toda esta información por sí misma nos traiga soluciones. Ni con la ayuda del tiempo.
Al menos, la estadística nos ha servido para desmontar prejuicios, contrarrestar falacias y ser conscientes de que, por desgracia, queda casi todo por hacer. Para llegar a este punto, hemos necesitado décadas. Primero, para que gran parte de la sociedad se convenciera de que el amor y los guantazos no tenían nada que ver. Después, para cerciorarnos de que matar mujeres no era algo infrecuente, sino una lacra cotidiana. Y finalmente, para decidirnos a hacer algo más que lamentarnos. A todo eso nos han ayudado los datos, pero mucho más escuchar a las mujeres, que hartas de callarse y aguantar se han atrevido a decir, e incluso a gritar, porque falta les hizo, ‘basta ya’. En la calle y desde las instituciones. A pesar de ello, hay quien parece dispuesto a desandar todo el camino. A manipular los datos, edulcorar el problema, enlodar las opiniones con acusaciones de intereses económicos y reducir cualquier debate a un asunto de siglas. Ante eso, nada peor que callar. En cuestiones vitales, el silencio es una coartada para la barbarie.