El fenómeno Greta pasó por Madrid. La niña estrella de la causa ambiental desata a su paso tanta admiración como improperios. Con la misma parafernalia que una cantante de moda, protegida por una correosa cadena humana de seguridad tras la que se agolpan los periodistas y los fans. Tan encorsetada en su propio éxito que hace imposible no preguntarse cómo una niña puede soportar lo que muchos adultos han sido incapaces. Es lo que tienen los prodigios, sorprendentes, fascinantes e incomprensibles porque exceden los límites regulares de la naturaleza.
Greta Thunberg es un prodigio de niña, lo que no es nuevo. Siempre los hubo. En prestigiosas academias, en platós de televisión. No donde deciden mostrarse, sino donde les llevan. Pequeños con cualidades excepcionales. Ella las tiene. Su extraordinaria capacidad de comunicación ejerce un efecto hipnótico ante cualquier auditorio; más aún ante las cámaras de televisión. Pero Greta pertenece a una nueva categoría: la de los niños con causa. Capaces de transmitir un mensaje con la convicción y la pureza de quienes parecen ajenos a la perversión de los adultos. En Madrid, Greta gritó que nuestros líderes nos traicionan, que su compromiso en la lucha contra el cambio climático no pasa de lo que ahora se llama postureo y que las cumbres celebradas por todo el mundo han servido para decir mucho y hacer nada. Su mensaje consiguió mayor repercusión internacional que todas las intervenciones de los mandatarios y potentados enclaustrados en la conferencia de Madrid. Más que todas las pancartas de los pueblos, organizaciones ecologistas y ciudadanos que marcharon por las calles.
Greta es un icono mundial de 16 años, 1,62 metros de altura, cara de niña enfurruñada y discurso simple y apasionado, que advierte tanto de la catástrofe ambiental como del camelo de muchos que aseguran combatirla. Comparte escenario con famosos sumados a la fe climática, algunos convencidos, otros casi recién llegados de otras cruzadas. Azota a los políticos y empresarios con pocas contemplaciones. Divide a la comunidad científica entre la esperanza y la frustración. Greta vive bajo la atención de las masas, se manifiesta rodeada de guardaespaldas, y el último año de su vida ha sido una permanente gira ecológica, lejos de su casa en Suecia y separada de casi todo lo que se supone que hace feliz a una adolescente, menos la fama. Y provoca una lástima infinita a cualquiera capaz de hacerse un par de preguntas. Como casi todos los niños prodigio en una sociedad tan proclive a fabricarlos, aunque sea con trampa, como a dejarlos en la cuneta cuando el negocio se acaba.