Anda Carles Puigdemont por Bruselas con su credencial en la mano y su inmunidad parlamentaria como salvoconducto. Con el mismo cinismo que ciertos nacionalistas exhibían en los años treinta para presumir de su capacidad de dinamitar el sistema desde dentro y transformar una democracia en totalitarismo. Mientras, Europa observaba su ascenso atónita e impasible. La imagen provoca escozor en España. Hay que aferrarse a una profunda convicción democrática para no caer como mínimo en el desahogo del exabrupto. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su respuesta a una pregunta del Supremo para muchos innecesaria, ha dictaminado que las autoridades españolas y comunitarias debieron facilitar que los eurodiputados independentistas recogieran su acta. Puede resultar paradójico, pero es lo que tiene la democracia: garantiza los derechos incluso de aquellos que desean cargársela. Si se analiza la sentencia con frialdad, uno puede sentirse incluso reconfortado. Pero no es fácil sacudirse la impresión de que algo falla cuando un sedicioso que debería estar en la cárcel se pasea por las calles de la capital europea, cobra de nuestros impuestos y habla incluso de abrir una oficina en España.
Al independentismo le ha faltado tiempo para restregarle por la cara al Gobierno la resolución del alto tribunal europeo. La sentencia le sirve para mantener su vergonzoso discurso sobre la vulneración de los derechos de quienes están condenados por llevar a España al borde de una rebelión. El conglomerado de siglas que defiende la ruptura con el Estado sostiene que la verdadera justicia está en Europa, mientras que los tribunales españoles actúan movidos por los partidos. Una mentira más para menoscabar los cimientos de un Estado cuyo sistema legal les facilitó el recurso que ahora celebran. Aunque ahora mismo lo que más les interesa es arrancar a Pedro Sánchez todos los compromisos que las urgencias del líder socialista les permitan. ERC quiere volver a sacar las urnas, no ahora ni quizás para votar sobre lo mismo, pero ni por un momento piensa olvidarse de cambiar el modelo de Estado. Sus pretensiones estremecen, aunque no menos que algunas reacciones.
Ante la tibia respuesta institucional, el mayor ruido lo han hecho los euroescépticos, que últimamente se morían de ganas de encontrar nuevos argumentos para cargar contra la Europa que reparte las cuotas de pesca, vapulea a la industria pesada, gestiona la inmigración y condiciona la política económica nacional. Todas sus críticas tienen réplica, pero Bruselas se ha molestado poco en defenderse. La burocracia europea, cómoda en sus elevadas sedes cosmopolitas, se comunica con sus ciudadanos a través de dictámenes, a veces celebrados y otras indignantes. Pero en la calle le falta legitimidad para contrarrestar la sonrisa burlona de Puigdemont plantado en el Parlamento europeo. Los ‘euroindignados’ no han dejado pasar ni un minuto para lanzar proclamas nacionales, defender la insumisión comunitaria y acuñar el término ‘Spexit’, el hermano clónico e ibérico de la escisión británica. Una reacción visceral, colérica y patriótica sin mucho más argumento que romper los vínculos con una Europa traicionera. El eco de su protesta recuerda a una música antigua y triste. Pero muchos no parecen oírla, preocupados como están solo de sus asuntos.