«Si alguna mujer está pasando por algo así, debe denunciar». Francisco Dacuña, más allá del dolor, de la inevitable rabia y la lógica impotencia, aún fue capaz de encontrar la generosidad necesaria para asistir a la concentración en la plaza Mayor por el asesinato de su hermana y pedir a las víctimas del machismo que acudan a la Policía. Lorena no lo hizo. Era valiente. Creyó que podría controlar la situación. No sabía que el hombre que la amenazaba ya había sido condenado en tres ocasiones por violencia de género. José Manuel Sánchez no solo era un machista insoportable. También un asesino en potencia contra el que la Policía nada pudo hacer hasta que cometió el crimen. Así lo establece la ley. Mientras no exista denuncia, un maltratador solo tiene que cumplir su condena y buscar otra víctima para quedar libre de cualquier mecanismo de control.
No es eficacia policial lo que falta. Apenas 48 horas tardó la Policía Nacional en ponerle las esposas al asesino. Si algo falla, es el sistema para proteger a las víctimas. Mientras no exista denuncia, los agentes tienen las manos atadas. E incluso si la hay, faltan recursos para mantener las medidas de seguimiento ante las 130.000 denuncias por violencia machista que cada año se presentan en España. La asistencia a las víctimas depende de una valoración de riesgo que solo se pone en marcha cuando la víctima acude a la comisaría y que incluso la Fiscalía de Violencia de Género reclama mejorar. Ayer, en Lugo y Granada, otras dos mujeres fueron asesinadas. No existen mecanismos para evitar la reincidencia, ninguna medida de seguimiento una vez cumplida la pena. Mientras la violencia no aparezca de nuevo, nada se hace. Todo queda en manos de las víctimas. De su denuncia depende que la rueda del sistema de protección comience a girar. La sensatez aconsejaría alentar las denuncias. No es así. Se cuestiona su eficacia y se pone en duda su veracidad sin pararse a pensar en el lugar en el que acaban la profesionalidad de la Policía, el crédito de la justicia y la confianza de las mujeres en el sistema que debe protegerlas. Frente a ello, hay quien se aferra a los protocolos, a lo establecido como si fuera infalible e inmejorable. Nada ocurre hasta que se ajusta al esquema, a veces de forma tan autómata que casi parece inadecuado llorar a una víctima de la violencia machista hasta que encaja en la definición. A veces, corremos el riesgo de precipitarnos en la paradoja de proteger a las leyes antes que a las personas. Lorena Dacuña, una mujer que no contaba sus problemas a su familia y a sus amigos hasta que los había solucionado, que restaba importancia a las amenazas para no preocupar a quienes la querían, fue una víctima mucho antes de que la ley, que no alcanzó a protegerla, la reconociera como tal. A Lorena debemos recordarla, siempre, por quien fue, no por quien la mató. Y también por lo mucho que su tragedia debería habernos enseñado.
Fotografía: Arnaldo García