En poco más de un mes, el coronavirus ha pasado de anécdota a desazón en España. La reconfortante impresión de que la enfermedad podía limitarse a algunos casos importados apenas duró unos días. Los que las autoridades sanitarias tardaron en comprobar que la falta de síntomas en algunos pacientes, sobre todo jóvenes, facilitaba la expansión de la pandemia de forma casi imparable. En ese tiempo, nuestras administraciones no han dejado de aprender a marchas forzadas por el COVID-19. Cada vez más conscientes de lo que falta por saber para afinar los diagnósticos, reducir el contagio y mejorar los tratamientos hasta que llegue la deseada vacuna. También de lo que no ayuda en la gestión de una crisis. A estas alturas, ha quedado claro que la descoordinación solo sirve para aumentar la incertidumbre, lo que no impidió que el Ministerio de Trabajo lanzara a su aire unas medidas que dejaban los cierres de empresas casi al antojo. También que la alarma injustificada causa tantos daños como la frivolidad. Lo que tampoco ha evitado la proliferación de pseudoespecialistas en nada ni ha contenido el irresponsable grandonismo de caleya. Contra eso, la única vacuna eficaz es acudir al médico.
Fotografía: José Vallina