En un país en estado de alarma no queda margen para la indiferencia, la simplicidad y las monsergas con las que algunos recibieron los avisos de una pandemia a la que ahora nos enfrentamos como en una guerra. Una batalla por el tiempo que necesitamos para sostener nuestro sistema de salud y encontrar un tratamiento efectivo. Una pelea contra el reloj por cada foco y una trinchera en cada familia para evitar, sobre todo, que alcance a los más vulnerables. Como en cualquier guerra, escucharemos proclamas y veremos gestos tan grandilocuentes como inútiles. Nos desengañarán no pocas mentiras e incluso tendremos que padecer la miseria de quienes intentarán aprovecharse. De todo veremos y hemos tenido ya. También héroes. Silenciosos, como acostumbran a ser. Necesarios al volante de una ambulancia, insustituibles en los hospitales, esenciales en los laboratorios. Que tal vez enseñan a nuestros niños o cuidan ancianos. Dispuestos a situarse en primera línea aunque nadie les vea. Héroes anónimos, sin más motivos que la convicción. Poco elogiados y olvidados a menudo. La mayoría, por desgracia, sin recompensa. Pero los únicos de verdad.